Suele decirse, con razón, que información es poder. El Estado mexicano ha intentado en diversas ocasiones hacer una cartilla de identidad. La Clave Única de Registro de Población no tiene fotografía ni domicilio y mucho menos huella digital, se utiliza en ciertos trámites y no la tienen todos los mexicanos. En junio del 2014 se adicionó un párrafo al artículo 4 constitucional para establecer el derecho a la identidad y a ser registrado de manera inmediata desde el nacimiento. De ahí surgió el registro de la Cédula de Identificación Ciudadana, que comenzó con los menores de edad incluyendo datos biométricos como el registro del iris del ojo. Sin embargo, al no ser obligatoria, no la tienen todos los menores nacidos en México. Finalmente, la Clave Única de Identidad, planteada como cédula y luego reducida a un registro, buscaba dar a los mexicanos una identidad oficial como ciudadanos desde el nacimiento. Sin embargo, una de las razones que ha impedido su implementación es la desconfianza de los ciudadanos a entregar al gobierno el control de sus datos personales.

En las sociedades contemporáneas, los límites entre lo público y lo privado se han diluido. Este fenómeno fue advertido por el filósofo Jürgen Habermas, quien observó cómo los medios de comunicación se constituyeron en un puente entre ambas esferas debido a su potencial para dar a conocer detalles de la esfera privada a un nivel general. Por primera vez en la historia, los medios podían hacer visible al ciudadano común frente a la sociedad entera. En nuestro país, en 2010, se expidió la Ley Federal de Protección de Datos Personales en Posesión de los Particulares que regula el artículo 6 constitucional en la parte que protege la información de la vida privada y los datos personales. Este derecho está íntimamente vinculado al resguardo de los datos personales, mismos que poseen un alto valor jurídico, económico y político.

Lo irónico es que los ciudadanos reticentes y desconfiados de entregar información personal para conformar una base de datos nacional somos los mismos que ya dimos voluntariamente esa información, consciente o inconscientemente, a las grandes empresas informáticas, como Google o Facebook, a cambio de servicios gratuitos de correos electrónicos, redes sociales o aplicaciones de diversión. La pregunta es ¿qué hacen estas empresas con nuestra información? ¿La venden a la industria de la publicidad o la utilizan para fines políticos? En realidad pueden hacer lo que ellos quieran con nuestros datos. El escándalo de Cambridge Analitica reveló el acceso a información privada de 50 millones de usuarios de Facebook, mientras que la empresa de Zuckerberg aseguró que jamás se vulneró su seguridad sino que los usuarios cedieron su información.

Cada vez más, la entrega de datos personales se realiza con demasiada ligereza, sin controles ni vigilancia. El riesgo para la ciudadanía es alto, existe un mercado informal de profesionales que sustraen ilegalmente datos bancarios, domicilios, preferencias y patrones de consumo de las personas. Pero esto no es lo más preocupante; no se trata de los datos que nos roban sino de los que cedemos fácilmente. Yuval Noah reflexiona que en tiempos antiguos la tierra era el bien más preciado mientras que en la época moderna las fábricas y máquinas resultaron más relevantes. Así, en el siglo XXI los datos eclipsarán esos bienes, pues quien controle los secretos de las personas y sus datos privados no sólo podrá manipularnos o elegir por nosotros: controlará y determinará la vida en el futuro.

Si las élites empresariales poseen datos personales de millones de personas, son los ciudadanos, a través de las instituciones, quienes deben estar facultados para monitorear su correcto uso. En la era de la información valora tu vida privada, protege tus datos personales.

Consejero de la Judicatura Federal

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