¿Qué mosco les picó? ¿Qué maligna poción inocularon a tantos funcionarios que, cuando apenas inicia su gestión, se dedican afanosamente a hincarle las uñas al presupuesto, abusar de la autoridad que los ciudadanos les confiaron, desvirtuar la razón de ser del servicio público?

Recorro con frecuencia distintos puntos del país y en casi todos afloran las quejas por los excesos de presidentes municipales y gobernadores: su enriquecimiento repentino; la distracción de recursos humanos y materiales para su propio beneficio (la construcción o remodelación de sus casas y ranchos, por ejemplo); el reparto de cargos directivos a su parentela, que los recibe como patente de corso; la entrega de concesiones y contratos a patrocinadores y amigos, mediante el moche de rigor…

En estos días de mudanzas, cuando unos llegan y otros se van —lo mismo gobernadores que alcaldes y jefes delegacionales—, diversos reportajes en los medios documentan el deterioro de las oficinas (como en el caso de la Delegación Cuauhtémoc: archivos históricos arrumbados en bodegas malolientes, con humedad y hongos), el saqueo del mobiliario y el descaro con el que “jalaron” con todo lo que pudieron, hasta computadoras y teléfonos. Pero lo más grave, sin embargo, son los saldos del desgobierno en obra pública, servicios, seguridad pública...

La ausencia de contrapesos institucionales parece invitarlos al pillaje. En la mayoría de los estados, los desfiguros de los gobernadores se benefician del silencio cómplice de los legisladores; en esto, ni los diputados de oposición se salvan y, con frecuencia, la mayoría de los medios de comunicación locales vuelven la vista hacia otro lado, están comprados o intimidados.

En 1999 Arturo Montiel modificó el equilibrio de fuerzas legislativas, fruto de las elecciones locales, comprando al número necesario de diputados panistas. El modelo Montiel —neutralizar todo contrapeso institucional a través del soborno o las amenazas— fue replicado en diversas regiones de la República; de allí que hoy, quince años más tarde, muchos de los mandatarios que se van dejen las arcas vacías, deudas colosales, violencia delincuencial, desempleo creciente: un tiradero.

En Nuevo León, Rodrigo Medina deja como legado a Jaime Rodríguez, El Bronco, un pasivo que Fernando Elizondo calcula en más de cien mil millones de pesos. En Sonora, el gobernador Guillermo Padrés elevó la deuda en casi 100 por ciento (de once mil a 20 mil millones de pesos).

En la ciudad de México, el arribo de personajes carentes de escrúpulos y el dominio de las tribus del PRD en los principales espacios de representación (la mayoría de las jefaturas delegacionales y la ALDF) propició que grupos de rufianes asaltaran espacios clave para abusar del poder sin rendirle cuentas a nadie; algunas delegaciones devinieron auténticos nidos de ratas.

Al cinismo del funcionariado corresponde el de anchas franjas sociales. Por eso puede volver a ser electo el alcalde que “nomás robó poquito”. Por eso el último año de una gestión de gobierno es El Año de Hidalgo (“chingue su madre el que deje algo”) y por eso está también El Año de Carranza (“por si el de Hidalgo no alcanza”).

Es imperativo que quienes llegan no se concreten a “denunciar” el saqueo, sino que procedan a sustentar sus denuncias y a llevar a los pillos a la cárcel; que empiecen a hacer bien las cosas, a actuar con honestidad, eficacia y patriotismo. Sólo así empezará México a corregir el rumbo.

Ya estuvo bien de gobernantes depredadores y de una ciudadanía apática y frustrada.

Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.

@alfonsozarate

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