Para Pepe Gordon

¿Cómo lo supieron antes que nadie los pájaros? Leves temblores del suelo, delicados crujidos subterráneos, un aumento diario de medio grado del calor atmosférico.

Esa primavera fueron saliendo de sus nidos en las junturas de las ramas de los parques, de abajo de las tejas y de las chimeneas, y se fueron volando en parvadas de las ciudades costeras de Europa al centro del continente.

Diez días después, llegó el agua salada, cada día en olas un poco más largas, cada ola un poco más alta, y desafiando cualquier pronóstico previo, al cabo de un mes 6 metros de agua sumergía las plazas y las calles, los parques y las estatuas, los primeros y los segundos pisos.

Entonces sucedió: las aves volvieron a las ciudades para cruzarlas por el cielo: extensas parvadas de golondrinas seguidas de parvadas de pericos seguidas de parvadas de primaveras amarillas seguidas de parvadas de pichones.

Los humanos, en las barcas improvisadas con mesas vueltas patas arriba, llantas de tractor, anuncios espectaculares de plástico tendidos sobre la superficie del agua, dejaban de remar y alzaban las cabezas para mirar ese cielo de aletazos interminables.

—¿Ahora van del Norte a Sureste? –se preguntó la doctora Lighter.

Lo corroboró en su reloj-brújula de pulsera, a bordo de la lancha zodiac de hule negro.

—Ahora regresan del centro del continente a las costas pero para bajar al sureste.

La Zodiac con su motor fuera de borda descendió por los Campos Eliseos, las frondas de los árboles al alcance de la mano de la doctora Lighter, y entró al lago circular de la Plaza de la Concordia, el obelisco al centro sobresaliendo medio cuerpo del agua.

Las trató de entender, la doctora Lighter a las aves. Al Norte no iban porque del Ártico venía el flujo de las aguas crecidas. ¿Pero por qué no volaban hacia Inglaterra? ¿Qué información tenían las aves que las desaconsejaba de volar a la isla inglesa?

—Y en primer lugar —murmuró preocupada la doctora—, ¿por qué no permanecían en la primavera del centro del continente? ¿Qué presienten que pasará ahí?

La llamaron del Observatorio Nacional de Argentina, con una respuesta:

—Las Galápagos.

— Ahí estaban aterrizando las aves europeas.

La doctora desembarcó por la ventana del segundo piso de su edificio al borde de la Plaza de la Concordia, el obelisco a su espalda sumergido en el lago azul. Con el agua hasta la cintura, caminó a las escaleras saludando a los abnegados vecinos del tercer piso, que amablemente permitían a todos los habitantes del edificio usar su piso como tránsito, y subió los peldaños.

—En el sexto piso, su pareja tejía junto a una ventana una chambrita color verde y en la cuna la bebé de ambas dormía. Se inclinó para besar a Olga en la mejilla. Se sentó en un taburete a su lado. Le dijo:

—Nos vamos a las Islas Galápagos.

—¿A Sudamérica? ¿Por qué?

—No sé. No tengo ni idea. Pero los pájaros saben siempre diez días antes lo que sucederá.

En esas islas mayormente de piedra, recubiertas de arena, salpicadas de matas, bajaban las tribus de golondrinas, pericos, primaveras amarillas y pichones, y se unían a las tribus de mirlos, pelicanos, búhos y pingüinos nativos.

La doctora Lighter y su pequeña familia desembarcaron en la costa de la isla Seymour, cuando ya estaba sobrepoblada de pájaros. Encontraron una cueva y se acomodaron en ella lo mejor posible. Pasaron esa primera noche tendidas sobre lonas colocadas en el piso de piedra helado. Al amanecer la doctora y Olga prepararon en una hornilla una sopa de tomate Campbells. La sorbía de un tarro, cuando las palabras le vinieron a los labios a la doctora:

—Este es el hogar de las leyes naturales.

—¿Qué quieres decir? –preguntó Olga, el bebé a la espalda.

—Es imposible cifrar todas las leyes de la Naturaleza —empezó la doctora. —Es imposible porque el intelecto es finito, en tanto las variables naturales son infinitas. Pero sí es posible sentir con el cuerpo el lugar en donde residen todas las leyes naturales. Y hay lugares del planeta donde es más fácil lograrlo. Las islas de los Galápagos es uno de esos lugares.

—Demuéstramelo —la retó Olga.

Se miraron a los ojos.

—No puedo —dijo la doctora Lighter. —Ni tampoco pueden demostrártelo los pájaros, pero algo sí sé con certeza. Es cierto.

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