“Ser feliz, es ser capaz de llegar a ser consciente de uno mismo… sin miedo”. —Benjamín

Hablar no significa desear comunicarse, y desear comunicarse no significa lograrlo. Ando Perogrulla. Mi desconfianza hacia las palabras es directamente proporcional a la esperanza compulsiva que invierto en ellas; suelen ser arma de varios filos. Una habla para acercarse a la otra persona (y a una misma), o para alejarse de la otra persona (y de una misma) o una puede anhelar acercarse, y sucumbir, sin embargo, ante los modos más inadecuados de expresar sus emociones. Como un ovillo que se enreda entre nuestros deseos, y contradeseos, entre lo consciente y lo que no.

Sucede —por ejemplo— como películade Bergman: dos personas están juntas. Podrían ser amigas/os, hermana/os, una madre y una hija, cada quien elige la vivencia que le quede más cerca: están junta/os y en el ideal de los mundos, lo mejor que podría sucederles sería habitar un piso común de sólida intimidad. Diríamos que se necesitan, que hay entre ellas/os una larga historia compartida, que más allá de los avatares de la relación, en cada una/o existe, y ha existido, el sueño de quererse y acompañarse, sin tanto desencuentro, y ventoleras.

Pero sucede que cuando están juntas/os, sienten un miedo recíproco, y se suma, que además (como nos sucede a casi todos los seres humanos) cada uno tiene miedo de sí mismo. El primer miedo suele ser más simple de aceptar que el segundo, es más sencillo entender que nos sentimos amenazadas por el exterior, a descifrar que el miedo de nosotros mismos es nuestro. Hay entre ellos una especie de desconfianza, de recelo, se han hecho daño. Viven lo que podríamos llamar: un amor contrariado. ¿Acaso existe un amor que no lo sea? La diferencia quizá, reside en las dimensiones de la contrariedad, en nuestro deseo de sanarla, y en ser capaces de asumir los costos, de nuestro deseo de sanarla. A veces así sucede, como un milagro, de ambos lados.

Decir es un proceso complejo y de alto riesgo: ¿cómo será recibido? ¿Será una capaz de explicarse? ¿Hallar el verbo, el tono indispensable? ¿Ahorrarse el exceso de adjetivos? ¿Cómo transmitir la contrariedad y bajarse de las propias defensas y delirios narcisos para poder escuchar? ¿Cómo hablar con la persona que es, y no con la que una imagina que es? ¿Cómo percibir el malentendido y el equívoco? ¿Cómo callarse y seguir escuchando, cuando nos señalan lo que duele? ¿Cómo separar lo que es de uno, y lo que es del otro?

Una persona nos narra su experiencia, en nuestro interior se desata un mecanismo: intentamos aprehender sus emociones, a partir de experiencias nuestras, con contenidos parecidos. Una sabe lo que es sentir amor, porque lo siente, sabe lo que es el enojo, porque se ha enojado, y estas semejanzas permiten experimentar empatía. Pero lo “semejante”, nunca será idéntico. El riesgo de la identificación es el de proyectar nuestras propias experiencias y emociones en la otra persona, sin poder diferenciar, si la empatía se convierte en fusión, corremos el riesgo de volvernos daltónicos. ¿Qué es tuyo, y qué estoy yo proyectando de mí en ti? Y viceversa.

Empatizar y diferenciar. ¿Cuál es el anhelo de la otra persona? ¿Quiere acercarse? ¿Puede? ¿Por dónde queda la delgada línea roja entre lo decible y lo indecible? Lo percibimos en las conversaciones difíciles, en la que nos jugamos vínculos entrañables: hay momentos en que las palabras de la otra persona nos llegan como caricias, en otros, como dardos. Cuando las percibimos como dardo, asumimos una reacción de defensa casi animal, (si tan sólo no fuera tan humana) corremos a descalificar. Nos defendemos.

Que una viva palabras de la otra persona como dardos, no significa que lo sean, tampoco –necesariamente- significa que estén equivocadas, lo difícil es callarse la boca y quedarse a escuchar, ¿Cuándo sí, y cuando no? “Amar es renunciar a una parte del propio narcisismo”, mi frase preferida de Freud. Una no puede honrarla cada vez, o porque nuestras defensas no nos lo permiten, y/o porque a veces (en el peor de los casos) resulta delicado ceder territorios interiores, ante un otro de ánimos expansionistas arrellanado en el: “no renuncio a nada de mí, y mi narcisismo se apodera de todo lo que cedas”.

Pero, ¿y si ambos se arriesgan y renuncian “a una parte”? ¿Y si se logra? ¿Y si renunciamos al montón de palabras inútiles de las que nos servimos, para no decir nada? Quizá si una se calla corre el “riesgo” de escuchar al otro, peor aún: corre el “riesgo” de escucharse a sí misma. ¿No sería buenísimo? Vale la pena, creo, como escribió A. Pizarnik: “Sólo por decir, sólo por ver si se puede decir”.

Maestra en Estudios de lo Femenino

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