Vladimir Putin, Recep Erdogan, Víctor Orban, Michel Temer, Nicolás Maduro, Abdel Fattah, por dar unos pocos ejemplos, están inclinando la balanza política mundial hacia una avalancha autoritaria en los regímenes que gobiernan y que habían emergido en la tercera ola de la democracia. Es cierto que no son todos iguales, pero tienen algo en común: quieren gobernar imponiendo su voluntad, la racionalidad perfecta; aquella que no es necesario discutir o negociar, deliberar o parlamentar. Tienen una visión del mundo y de las cosas a las que éstos deben adaptarse, incluyendo los demás seres humanos. Son la antinomia de la democracia y pueden convertirse en sus sepultureros, si no es que ya lo han hecho, según sea el caso. Tienen un motor inesperado en la presidencia de Estados Unidos, cuyo titular formaría parte de sus filas si lograra abatir los equilibrios institucionales a que (por ahora) todavía lo somete la constitución.

Una de las tendencias más agudas en los sistemas políticos ha sido la hipertrofia de sus poderes ejecutivos y sus aparatos administrativos como soluciones más “eficientes” para gobernar sociedades más ariscas y complejas. En realidad, son soluciones más simples a problemas que provocan consecuencias que detienen el avance de formas de gobernanza democrática. Y estas consecuencias son el resultado que a la postre desencadenará esta corriente reaccionaria, y que reclamará en su momento a futuros (re)constructores de la democracia. Por casi todas partes los Parlamentos se rinden a Ejecutivos poderosos que los convierten en escribanos de las normas que faciliten el ascenso de su poder. Las sociedades se dividen entre quienes los apoyan, ingenuos, esperando que reviertan los efectos del cambio que en todos los renglones de la vida impone la globalización. Del otro lado están los que pelearon y pelean por la libertad.

Como indican todos los barómetros políticos del mundo, crece el número de ciudadanos decepcionados con la democracia que preferirían gobiernos más duros, pero más eficaces para responder a la inseguridad, la corrupción y las economías de sus bolsillos exangües. El miedo se apodera de franjas amplias que exigen una protección que está fuera de su alcance y que esperan que los dictadores ofrezcan.

Una característica de la fase más reciente de la “tercera ola de la democracia” (Huntington) es la dificultad de formar acuerdos comunes en sociedades en las que han florecido finalidades políticas muy diversas y contradictorias. La pluralidad ha rebasado la capacidad de mucha gente de conciliar sus puntos de vista con tolerancia hacia los otros modos de pensar, si el precio es que esos otros ocupen un espacio en su vecindario moral y cultural. La otredad se vuelve, así, una amenaza para la seguridad propia. Se trata de detener el vértigo que provoca la pluralidad con la dureza plúmbea de la unicidad. Esa alternativa la ofrecen los dictadores, los mesías, los iluminados. A la “insoportable levedad del ser” (Kundera) se la traga el hoyo negro de la ansiedad por certezas indubitables.

Se abrió la Caja de Pandora. Los demonios andan sueltos y tienen cara de fanáticos (algunos de ellos asesinos), fundamentalistas y ortodoxos de la más diversa índole. Con sus avances en el control del Estado y en espacios públicos se han envalentonado. Algunos a tal grado que están dispuestos a la guerra antes de ceder en su camino (¿ilusorio?) hacia alguna versión del autoritarismo o del totalitarismo que les acomode.

La democracia no tiene sello de garantía. Lo que la mantiene viva es la convicción de los ciudadanos. Sin demócratas, las democracias perecen. También declinan cuando las instituciones que la sostienen fracasan. Y ya hacen agua en demasiados países para tener motivos realistas de optimismo.

Director de Flacso en México.
@ pacovaldesu

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