El carácter se conoce en la adversidad. Es cierto en todo quehacer humano pero más en el ejercicio de la política. Gobernar en la prosperidad es fácil. Es mucho más simple administrar la esperanza que el descontento. Esa es la verdadera prueba del líder político.

Por años, Andrés Manuel López Obrador dijo ser la panacea contra la pesadumbre mexicana. Tenaz luchador social y feroz (lo digo como un elogio) líder de oposición, López Obrador prometió reconciliación inmediata, honestidad absoluta y un retorno paulatino pero visible a la abundancia. Y prometió mucho más. Después de años de brega convenció a una mayoría de votantes que el país, en efecto, estaría mejor con López Obrador. Él sería el catalizador de la renovación moral del país, la garantía de la abundancia con justicia. “Sonríe”, decía hace años. “Ya ganamos”.

Ahora que ha ganado, no sabe bien qué hacer con la victoria. Sin el agravio permanente de quien ha vivido de ser oposición, el presidente ha tenido que abandonar el papel que le acomoda para asumir uno más complejo. Antes era el dedo flamígero, la voz de la indignación, el que exigía cuentas al mal gobierno. Ahora es su turno de asumir responsabilidades, tolerar y escuchar la crítica y, de ser necesario, enmendar el camino. Le toca aprender a ser gobierno. No lo ha conseguido.

El gobierno lopezobradorista ha tenido, en términos generales, un mal comienzo. Es larga la lista de tropiezos, muestras de terquedad o impericia. El resultado es obvio: el clima de esperanza y consuelo de hace un año ha dado paso a una cierta desilusión y, en algunos casos, a muestras de hartazgo. A López Obrador le toca ahora enfrentar la adversidad. Por desgracia, la adversidad ha revelado a un hombre mezquino, empecinado en una lectura binaria de la vida pública. Sigue trepado en su viejo cuadrilátero.

En la última semana, López Obrador volvió a ser el gran opositor de todo el que disiente de él. En medio de la crisis de seguridad de la Ciudad de México, optó por defender a la gobernante antes que a los gobernados. Frente al luto y horror de los capitalinos, prefirió levantar la mano entre sonrisas a la atribulada jefa de gobierno. No solo eso. Con tal de proteger el futuro político de Sheinbaum, el presidente prefirió inventar una conspiración. Quiso victimizarla y exonerarla antes que asumir con humildad y autocrítica las omisiones del gobierno de la capital, ligado tan estrechamente al gobierno federal.

Imaginemos por un momento a Enrique Peña Nieto encabezando un mitin en defensa, digamos, del procurador Murillo Karam en aquellos días aciagos de Ayotzinapa, después del insensible “ya me cansé”. Imaginemos a Peña Nieto levantando la mano de Murillo en Guerrero, gritando “No estás solo”, acusando a las fuerzas de oposición de conspirar contra el pobre, desvalido procurador. Imaginemos una fotografía de Peña Nieto y Murillo, con las manos entrelazadas y sonriendo en medio de la tragedia. Imaginemos lo mismo en el caso de la Casa Blanca y la primera dama o el error que usted prefiera. Habría sido intolerable. El equivalente lo es hoy también.

¿Qué explica la falta de compasión elemental de López Obrador? La respuesta, me parece, está en su definición de la crítica. El presidente insiste en interpretar la crítica como antagonismo. Quien lo critica se le opone y no hay más. Son sus enemigos y no hay matiz posible. Sus críticos quieren su fracaso, sabotearlo, tirarlo, darle un golpe de Estado. Peor todavía: sus críticos no buscan el bien de México; quieren solo defender sus intereses, incompatibles, por principio, con el buen destino del país. En ese saco caben todos: periodistas, intelectuales, empresarios y quien se atreva a decir que las cosas no marchan bien en el gobierno lopezobradorista. Es un vicio que distorsiona el debate público de manera irremediable. De manera contradictoria, López Obrador se precia de representar la unidad y la posibilidad de reconciliación de una sociedad fracturada, pero en la práctica polariza por sistema. Los que no están conmigo están contra mí. Y sanseacabó.

No es verdad, por supuesto. Los periodistas que exhiben los tropiezos del gobierno, los comentaristas que lo critican y la opinión pública que le exige no buscan el colapso del gobierno mexicano. No son vendidos, chayoteros ni corruptos. No son lacayos ni cretinos que le desean el abismo. El fracaso del proyecto lopezobradorista resultaría muy costoso para México, y en el país no hay tantos suicidas como imagina el presidente. Lo que sí hay son voces críticas y un ímpetu renovado de exigir una constante rendición de cuentas a quien gobierna.

En otros tiempos, López Obrador habría estado orgulloso de esta crítica al poder. Incluso la animaría. Después de todo, él mismo, en su versión previa, la encabezó, sin cuartel ni sosiego. Ahora, que está en el poder, ha decidido que le incomoda. Y no solo eso: le estorba. Sigue viviendo como líder opositor. Ahora le toca gobernar. Mientras más pronto lo asuma, mejor le irá al país.

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