Dice Pascal Quignard que el paraíso tiene un nombre, no en el espacio, sino en el tiempo: Navidad. 25 de diciembre, día exacto del solsticio de invierno. En el año 274 de nuestra era, el emperador Aureliano decretó celebrar en esa fecha la fiesta de clausura de las Saturnales y la nombró Natalis Solis Invicti. En el año 336, Constantino hizo coincidir la fiesta del sol invencible con la del nacimiento de Mitra, divinidad oriental, en una gruta y de Cristo, también en una gruta; y en el pesebre, entre el burro y el buey. Ahí están la mujer, la madre, el infante.

Anterior a las decisiones de los dos césares, se había formado entre los cristianos la tradición de celebrar, en los primeros días de enero, poco después del solsticio, las tres manifestaciones de Cristo en su naturaleza humana: nacimiento, adoración de los reyes magos, bautismo en el río Jordán. Fue en Roma, después de la decisión de Constantino, que se empezó a celebrar la natividad el día 25. Juan Crisóstomo adoptó esa fecha en Antioquía, de ahí pasó a Constantinopla; Jerusalén y Alejandría tardaron hasta 430. En esa forma, la Iglesia cristiana, todavía una, manifestó su capacidad a “inculturarse” —palabra que afeccionaba Samuel Ruiz— es decir, ponerse el ropaje de la cultura del lugar y del momento, para, finalmente, bautizarla.

El carácter popular y poético de esa fiesta oriental pasó rápidamente al Occidente y tomó, en particular bajo la influencia de Francisco de Asís, el inventor del nacimiento con sus muñecos, un lugar muy importante en el folklore de los países latinos y en todas sus manifestaciones artísticas: música, cantos, pinturas, representaciones. Todavía me tocó asistir a pastorelas en Michoacán y Jalisco. Los hermanos ortodoxos, si bien celebran con alegría la Navidad, encuentran que nosotros los latinos exageramos. Cito a uno de ellos: “Tomó una importancia tal que la fiesta de Navidad se volvió dla más grande después de Pascuas, ha suplantado en este punto la Epifanía, que no es más que la fiesta de la adoración de los magos, mientras que en Oriente, esa adoración está ligada al nacimiento del Salvador y se celebra el 25 de diciembre. Para nosotros la Epifanía no es una conmemoración histórica, sino una fiesta de idea: las Teofanías, ‘manifestaciones’ de Cristo”.

Perdonarán lo burdo de mi traducción de un canto en la liturgia ortodoxa del 25 de diciembre: “En un transporte de alegría, veneremos, bienamados hermanos, la muy santa y bienaventurada Noche de Navidad/ La llamamos de nuestros solemnes votos; ahí está, más luminosa que el día, puesto que el Sol de Justicia salió de los arcanos virginales/ Noche de esperanza, vean el Niño recién nacido de una madre incorruptible, Hijo del Padre antes de los siglos/ Acostado en un pesebre, tiene en su palma el universo entero, envuelto en lienzos y ya los lazos del infierno se sueltan/ El burro y el buey reconocen a su creador, la muerte tiembla y la vida se adelanta/ Ángeles y pastores entonan un cántico/ Los astros componen una ronda para apercibir la sonrisa de un niño que nació para limpiar nuestras lágrimas /Misterio inefable de la Noche luminosa / En ella, los torrentes inagotables del amor llevan al Todo Poderoso a unirse a nuestra fragilidad y comunicar a la tierra el inmaterial soplo de Su Divinidad /…

Sigue el cántico de contenido teológico y místico que exalta el misterio de la infancia y une al niño prodigioso a su madre. Desde el inicio del cristianismo, uno encuentra el culto de la Virgen. El Apocalipsis, caro a los devotos de la Guadalupana, deja ver la mujer rodeada de estrellas que pisotea al dragón diabólico. Es la nueva Eva, instrumento de salvación, está presente en los himnos más antiguos y en los primeros íconos. Dante la celebra en la sublime oración que sella su poema: “Dama, eres tan grande y de un precio tal que, quien desea una gracia y no recurre a ti, quiere hacer volar su deseo sin alas”.

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