Aunque el esfuerzo por la divulgación de la historia apunta a ser el signo identitario de nuestros ámbitos político y cultural, su ejecución sigue siendo vaga y cuestionable. La historia no puede concebirse como un juego de suma cero, donde el maniqueísmo conduce inexorablemente a la apología o a la estigmatización.

Sin pudor, se afirma que los hermanos Flores Magón forman parte del panteón nacional, sin matizar que los editores de Regeneración, aun con sus virtudes, tomaron rumbos controvertidos; Jesús colaboró con Madero, mientras Ricardo y Enrique, acérrimos opositores, promovían en secreto la independencia de la Baja California.

Con la misma displicencia se petrifica a Francisco Zarco por su papel de periodista militante y se olvida que, a la par de ese oficio, fue un hombre de gobierno que llegó a ser secretario de Gobernación y de Relaciones del presidente Juárez, a quien varias veces criticó, sin que fuera reprendido por su menguante fe transformadora. En 1869, meses antes de su muerte, apuntó: “No sostenemos que todo está bien, no creemos atravesar la mejor de las situaciones posibles, ni nos engolfamos en un soñado optimismo”.

Gran parte de estos dislates históricos tienen lugar porque la academia, encerrada en la microhistoria, ha sido cómplice de que cualquier persona haga juicios de valor sin un sustento crítico o documental. Existen ejemplos contrarios de rigor y trabajo. En el campo de la biografía, Carlos Tello Díaz lleva años construyendo un trabajo monumental sobre Porfirio Díaz, Enrique González Pedrero ha hecho lo mismo con Santa Anna y Christopher Domínguez Michael y Guillermo Sheridan con Octavio Paz. Prácticamente todo lo demás sigue el proceder de la novela con tintes históricos.

Siendo ese el panorama, quien quiera entender los motivos de Juárez habrá de remitirse a textos que se escribieron hace más de medio siglo. Otros personajes que también suelen ser tergiversados no han tenido la fortuna de tropezar con biógrafos serios.

Si se leen con atención las entrevistas de Emmanuel Carballo recopiladas en Protagonistas de la literatura mexicana del siglo XX, podrá descubrirse que el hilo conductor de las mismas subyace en los trabajos del polémico José Vasconcelos.

Dice Martín Luis Guzmán: “Vasconcelos era para nosotros el genio. En todo se traducía así: en sus hechos, su pensamiento, los escritos que nos leía. Desde el punto de vista de dar forma literaria al pensamiento, es uno de los grandes valores que ha producido México. Dicen, él mismo lo ha dicho, que es desaliñado; sin embargo, cuando uno lee no lo advierte porque cabalga sobre las ideas”. Alfonso Reyes se refería a él como “Caballero del Alfabeto”.

Julio Torri lo recordaba “muy estudioso y dado a la música” que, siguiendo a Plotino, pensaba “que el sufrimiento formaba hombres”. Genaro Fernández McGregor decía que provocaba “a unos y a otros sin tregua y sin piedad. Si Caso poseía un gusto más depurado, Vasconcelos posee superior dosis de genio”.

Para el propio Carballo, era “una enorme isla rebelde rodeada de incomprensión por todos lados. En forma visible, no tiene descendencia”, aunque para un decepcionado José Alvarado sus últimos tiempos los dedicó “a emplear su capacidad y su talento a afanes mercantiles, escribiendo incansablemente sandeces y vaciedades amparadas con su nombre, envueltas en su prestigio de otros días para hacer brillantes negocios editoriales, desprovistos en lo absoluto de cualquier otro interés, sin ninguna calidad intelectual”.

Entre todas, rescato la visión de Carlos Pellicer, quien recordaba a su compañero de viajes como “un hombre de genio. No un hombre genial, pero sí un hombre de genio. Nadie ha querido escribir su biografía”.

Vasconcelos forma parte de los hombres que, por su temperamento intelectual y por la relevancia de su obra a distintos niveles, merecen ser estudiados antes que vilipendiados por los quienes ponderan la opinión por encima de cualquier otra forma discursiva.

Google News