En el año 2009, el diario estadounidense The Wall Street Journal publicó un reportaje en el que se describía la trayectoria vital de Joaquín Guzmán Loera, desde una infancia pobre y violentada por su padre, hasta las fiestas de lujo y que él daba a la vista de todos en su natal Culiacán. Entre ambos extremos está una trayectoria que lo llevó a convertirse en líder del Cártel de Sinaloa, una vez dominado el tráfico de estupefacientes a Estados Unidos y con la complicidad de autoridades en todos los niveles de gobierno. Así, el “Chapo” Guzmán aparece como una figura mítica, un héroe que encarna el ideal del sueño americano del hombre que se hizo a sí mismo. Aquel reportaje concluye con una perplejidad frente al destino del “Chapo” Guzmán y de quienes quieren imitarlo: ¿por qué el crimen organizado se ha vuelto no sólo una actividad rentable en México, sino también motivo de orgullo y en una aspiración que muchos niños y jóvenes se han fijado como ideal de vida?

La historia del “Chapo” es como la de muchos niños en México. Se dice de él que experimentó violencia en el hogar por parte del padre, que se dedicó a pequeños trabajos, entre ellos recolector de naranjas, para ayudar a la economía familiar, hasta que se encontró primero con las redes de distribución local de drogas y que luego fue ascendiendo, gracias a su carisma, a su capacidad de organización de equipos de trabajo y, sobre todo, a su carácter implacable que convertía en una deuda de sangre cualquier deslealtad o traición. Pero de él se dice también que es un personaje muy querido y popular en la región de Sinaloa, a donde ha llevado progreso, ha contribuido a introducir drenaje y electricidad en donde hacia falta y que protege a los suyos como lo haría un padre de familia. No obstante, sabemos que formar parte de la familia del Cártel de Sinaloa significa vulnerar la legalidad, la paz, el orden y todos aquellos bienes políticos que quisiéramos heredar a nuestros hijos e hijas, para que tuvieran una vida plena y sin el miedo a sucumbir ante la violencia. Pero, según se deduce de muchos de los relatos de niños y jóvenes que anónimamente han ofrecido su testimonio acerca de las razones para ingresar al crimen organizado, esa vida de violencia y bajo el amparo de una familia mafiosa que los protege, parece mejor que la pobreza, la miseria y la total incertidumbre frente a la indiferencia de un gobierno que no garantiza seguridad humana ni derechos. Por supuesto, no se trata de justificar un modo de vida criminal sino de comprender y, así, interrumpir el flujo que lleva a un niño o joven hijo de familia a convertirse en un sicario.

Así, y más allá de la importancia de acabar con el vínculo perverso entre la criminalidad y la corrupción, necesitamos que las historias de ese niño que fue el “Chapo” Guzmán no se repitan, que las y los chicos no cierren su amplitud de miras para considerar que la única alternativa para escapar de la pobreza y la marginación sea ingresar al crimen organizado. Se ha pasado por alto, en los relatos de todos esos niños que vivieron circunstancias similares a las de Joaquín Guzmán Loera, que buena parte de la motivación para ingresar a las redes criminales tiene que ver con un sentido de la pertenencia, de sentirse parte de una red de solidaridad que les incluya y les proteja. De esta forma, nuestro deber como sociedad es hacer sentir a niños y jóvenes que son potenciales integrantes del crimen organizado, que son parte de la comunidad, que sus comunidades les consideran personas con derechos, con intereses profesionales y que la sociedad será un vehículo y no un obstáculo para el desarrollo de su potencial.

No queremos que las historias de niños como el que fue Joaquín Guzmán Loera se repitan. Porque cada niño o joven que se pierde en las redes criminales es un elemento de productividad arrebatado a la sociedad y un factor de ruptura y polarización. Si queremos combatir de manera efectiva el narcotráfico, a la par de la lucha frontal contra sus huestes, tenemos que desalentar a las personas más jóvenes para que se integren a sus filas, mostrándoles que otro estilo de vida –uno más humano, más solidario y productivo, menos violento– es posible.

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