Un amable lector me pregunta, en relación a mi artículo de la semana pasada, por qué digo que los “arranques matinales” (como les llama el periodista Jan Martínez Ahrens) del señor Donald Trump no son tales, sino parte de una estrategia bien pensada.

Respondo a don Ignacio Casillas con la siguiente explicación, tomada de un espléndido estudio sobre la pobreza en Estados Unidos, escrito por Sasha Abramsky: a principios del siglo XX, el sociólogo alemán Max Weber teorizó en su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, cómo el protestantismo promovía la acumulación de capital. Entretejida en esa idea iba una teoría sicológica que afirmaba una doctrina de predestinación, según la cual algunas personas habían sido señaladas por Dios para la salvación y otras para la condenación, y no había mucho que alguien pudiera hacer para alterar esto. Para saber si uno estaba entre los elegidos, había algunos signos, de entre los cuales el principal era el éxito terrenal para enriquecerse.

Según Weber, esto valía para individuos y para naciones, pues en la medida en que hubiera más individuos ricos, todo el país progresaría. Y ponía como ejemplo a Inglaterra que desde Enrique VIII había sido mayoritariamente protestante y había puesto su mayor interés en la acumulación de capital, lo que dio lugar a un gran crecimiento económico y por extensión, a logros científicos y a la expansión de su influencia militar y política a escala global.

Pues bien: con esa misma manera de ver las cosas, se explicó el extraordinario éxito económico de EU. Y también lo contrario: se dijo que los países pobres lo eran por no haber sido elegidos por Dios para enriquecerse. Dicho de otro modo, que un país que progresa es porque está conformado por gente virtuosa a la que Dios ama y uno que no lo hace es porque está conformado por delincuentes a los que Dios no escogió.

Más allá de que este es el clásico argumento circular en el que causas y consecuencias se definen en términos unas de otras, lo importante a destacar en este momento es que, como afirma Abramsky, es sicológicamente poderoso, no sólo porque proporciona un razonamiento justificador de la búsqueda de la riqueza y el privilegio, sino porque hace sentir a quienes lo creen como superiores. Y este es el caso del señor Trump con México y los mexicanos.

Pero lo importante de esto es que no se trata de una persona que piensa así, sino de toda una manera cultural de ser que relaciona de manera directa y sin mediaciones la pobreza con la inferioridad y con la criminalidad.

De algún modo ya lo habíamos visto hace algunos años, cuando intelectuales como Samuel P. Huntington y Lawrence E. Harrison afirmaron que “hay una relación estrecha entre los valores y actitudes y el funcionamiento económico y político de los países”. Desde su punto de vista, los latinoamericanos no hemos conseguido desarrollarnos económicamente porque no tenemos los valores que tienen los estadounidenses respecto a la educación escolarizada, el trabajo duro, la eficiencia y la productividad, el respeto a la ley y las instituciones y porque nuestras relaciones sociales hacen énfasis sobre lo familiar y lo personalista. Y para explicar de dónde sacamos estos valores, recurren a la misma idea weberiana que se los atribuye al catolicismo, algo que por cierto también pensaba Octavio Paz.

Por supuesto, este tipo de argumentos dejan fuera los tan complejos que explican la riqueza y la pobreza y que van desde la situación geográfica y los recursos naturales hasta el imperialismo y el colonialismo, pero esto no es nuestro tema hoy. Lo que quise en esta entrega, es responderle al lector sobre lo que quise decir cuando hablé de que las descalificaciones a México y a los mexicanos no son exabruptos de una persona, sino parte de un modo de pensar profundamente arraigado en la cultura de los vecinos.

Escritora e investigadora en la UNAM.

Google News