Parafraseando a Ferrajoli, la ruptura del viejo nexo entre derecho y Estado, que fue característica central del siglo XX, ha resquebrajado la unidad e incrementado la incoherencia y la falta de plenitud de los sistemas jurídicos, en primer lugar por la expansión de los asuntos y los temas en lo que el derecho interviene o es llamado a intervenir, con razón o sin razón para ello, porque hoy muchas normas técnicas se han convertido innecesariamente en normas jurídicas y las normas jurídicas, por otro lado se han desdeñado, y el discurso político lo hemos juridificado, para darle el peso semántico y axiológico que la política ha perdido, por la omisión de los propios políticos. Y segundo, por el desarrollo de las nuevas desigualdades de tipo no sólo económico o social, sino también político, el nuevo apartheid social de Boaventura de Santos, ligado a las diferencias nacionales y raciales, derivado de las crisis simultánea de la razón política ideológica, que ha arrastrado consigo a la razón jurídica, cada día con mayor sin razón, que desemboca en la incapacidad regulativa del derecho frente a los poderes salvajes extrainstitucionales, que escapan a su control y reivindican el carácter no sujeto a reglas de los factores reales del poder.

Esta es la realidad que envuelve a muchos estados a nivel mundial, entre ellos al mexicano, donde los tres niveles de gobierno: federal, estatal y municipal se han convertido en organizaciones incapaces de reaccionar con el ejercicio legítimo de la violencia institucional, que es característica necesaria de todo Estado moderno, frente a hechos tan significativos y a la vez claramente constitutivos de actos delictivos que confrontan, no sólo la autoridad del Estado y del derecho, sino que violentan la paz social y la seguridad colectiva e individual a la que mínimamente aspiramos los ciudadanos.

Y es que una cosa es cierta, el Estado ha sido sistemáticamente desmantelado desde hace casi tres décadas; sin darnos cuenta, hemos atomizado el poder de la autoridad, hasta llegar al absurdo de generar una sicosis generalizada entre las instituciones públicas y sus funcionarios, donde la omisión es la conducta ordinaria que se apodera de la acción del poder público, porque es la más fácil de justificar y la que menos responsabilidad conlleva, basta recordar la lamentable y absurda frase del sexenio foxista que resume la irresponsabilidad y el miedo de la clase política: ¿y por qué yo?

En este país, el miedo ha hecho presa de los gobernantes, hoy casi nadie, con un cargo público, tiene el valor de tomar decisiones que impliquen refrendar la autoridad del derecho, los pocos que lo hacen son altamente cuestionados con el argumento falaz de los derechos humanos, y otro gran sector de ellos, los que llegaron al poder apoyados en los factores reales del poder o por los grupos delictivos, lo hacen aprovechando el vacío de poder para beneficio de sus propios intereses o bien para cometer atrocidades y corruptelas, que demeritan exponencialmente la función pública frente a los ojos de la sociedad.

Los “hombres de Estado” que en otrora fueron característicos y necesarios en los momentos más críticos de los países, hoy son un mero recuerdo nostálgico de la verdadera profesión política que tanto se necesita en la actualidad.

Hoy basta un puñado de individuos sin legitimidad social ni representación política para poner en jaque al Estado, para bloquear carreteras, incendiar edificios públicos, vandalizar el espacio público y dañar la propiedad privada, o peor, para cometer los delitos más atroces como el secuestro, chantaje y el tráfico de drogas, sin que haya una sola autoridad capaz de reaccionar con todo el peso de la violencia legítima estatal, para poner un alto al estado de ingobernabilidad que se vive en algunas zonas del país, si bien focalizadas por ahora, pero cada día con mayores posibilidades de expandirse.

Prueba de ello, es la situación de inseguridad que cada día aumenta más en el estado de Querétaro, y en particular en la zona metropolitana de la capital, sonde existen zonas perfectamente identificadas por la sociedad, pero incongruentemente no por las autoridades, donde los propios cuerpos de seguridad son incapaces de intervenir por miedo, y lo peor de todo, que así lo reconocen los propios elementos de seguridad pública y policía.

No basta el discurso de la recomposición del tejido social, si no va acompañado con el ejercicio de la violencia institucional del Estado, desde luego bien dirigida y respetuosa de la legalidad; de nada sirve esconder la realidad social a través de la censura ni de la descalificación atroz que ejercen los propios funcionarios públicos en contra de quienes osan contradecirlos; ni mucho menos el discurso de la defensa de los derechos humanos, cuando éstos no son más que un concepto dogmático de la política ideológica sin rumbo, muy lejanos de la razón jurídica que requerimos que vuelva a imperar en este país.

Abogado y consultor de empresas @ NorbertoAlvarad

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