Muchos votaron por López Obrador por lo que él simboliza: la ruptura con el pasado. Votaron en contra de los partidos tradicionales. La gente entendió que el único candidato realmente independiente era AMLO y que votar por él era la forma más elocuente de castigar los abusos y los malos resultados.

El futuro presidente de la República está obligado a romper mientras construye. La primera seña de seriedad estará en la asignación del dinero público y en la forma de redistribuirlo. De entrada, ha decidido recortar gastos que considera inútiles e imponer un programa de austeridad que abarcará a todo el sector público. Cortar oficinas, segar a la burocracia y cancelar excesos de toda índole es cosa plausible, pero no todo es lo mismo. Ahorrar recursos para sufragar programas sustantivos de redistribución del ingreso amerita un análisis mucho más fino.

Los grandes proyectos que anunció reclamarán una buena parte de ese dinero —complementados quizás con recursos privados en las mayores obras de infraestructura, incluyendo el aeropuerto de la Ciudad de México—, el resto de las actividades que emprenda la administración pública tendrán que justificarse en función del lema que lo ha acompañado desde la primera campaña: “por el bien de todos, primero los pobres”. Hacer grandes obras que generen empleos y diseñar programas sociales de ayuda directa a las necesidades más apremiantes de la mayoría parecen ser las dos vías privilegiadas de acción para comenzar el sexenio. Nadie sensato podría oponerse con seriedad al propósito igualitario.

Toda intervención del Estado, todos los proyectos de infraestructura, todos los gastos de educación, de salud, de protección al ambiente, de desarrollo urbano, etc., tendrían que planearse y explicarse sobre esa base: si un programa público resulta incapaz de decirnos en qué sentido contribuirá a reducir la pobreza y combatir la desigualdad, debería cancelarse; si su justificación pasa por retruécanos neoliberales —montados en la teoría del goteo a largo plazo— debería cancelarse; si sólo se explican por el poder otorgado a intermediarios políticos que repartirán limosnas a los más pobres para ganar su lealtad —frijol con gorgojo—, deberían cancelarse. Nada que no sea progresivo debe ser aceptado, nada.

El mandato igualitario del futuro gobierno merece todo el respaldo; el modo de hacerlo, en cambio, amerita la mayor vigilancia.

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