Aquel mes de octubre de 1976 fue especialmente feliz, vivía yo en casa de mis primos Cidel. Los días transcurrían entre la asistencia a clases, tareas, bromas con los primos y primas, con los tíos; unos interesantes minitorneos de tenismano en la cochera, sesiones de canto con guitarra, etc.

Era muy divertido. La casa por el frente daba a la Privada del Recreo allá en Atzcapotzalco y tenía una puerta posterior a la Cerrada del Puente. Esa puerta era de un lugarcito que mi tío tenía adaptado como un taller, con muchas herramientas, sierra eléctrica, taladro, caladora, en fin, un equipamiento muy completo … ¡Ah! y también una enorme hacha, de la cual nunca supe su uso específico pero que nos ayudó a erradicar a una horda de pequeños malandrines que se habían empecinado en molestar a los abuelitos de mis primos.

La ventana de la sala de los abuelitos daba exactamente a la cerrada. Cada vez que la abuelita se asomaba a la misma, un grupo de pilluelos entre los 8 y 14 años empezaban a decirle groserías, burlas y malas palabras a la señora.

De nada sirvieron las peticiones, casi súplicas de los abuelitos para que los chicos depusieran su agresiva actitud. Las burlas y malas razones iban en aumento.

Una tarde que estaban reunidos los pequeños truhanes cerca de la ventana de los abuelitos para iniciar con sus majaderías en cuanto se asomaran, nosotros, los primos: Tavo, Arturo (QEPD), Jesús, Juanis y yo empezamos a hacer ruido en el taller y a escenificar un guión que les había propuesto.

Mientras que Tavo y Arturo golpeaban con una madera la mesa de trabajo, todo gritábamos con voces infantiloides pidiendo perdón y gritando, encendimos la sierra, el taladro, la pulidora y los gritos de “clemencia y dolor” seguían al igual que el golpeteo inmisericorde.

Los chicos afuera (los podíamos ver por una pequeña rendija) se pusieron en alerta, muy atentos para escuchar todo lo que sucedía tras la puerta. Ninguno de ellos se movió.

Intempestivamente, los gritos cesaron, las herramientas eléctricas detuvieron su accionar. Los golpes de castigo dejaron de oírse. Abrí la puerta, me detuve en el dintel, con la enorme hacha chorreando sangre (la verdad era pintura roja) tapando mi cara y con la voz más grave y cavernosa que pude hacer dije mirando directamente a toda la pandilla: ¿Cuál es el siguiente niño grosero al que vamos a degollar?

Todos los chiquillos salieron disparados, un enorme perro se atravesó al paso de uno de ellos ladrándole ferozmente, pero el malandrín le pasó por encima al malvado can, haciéndolo caer y salir aullando de dolor.

Sólo un niño quedó como petrificado, se hincó esperando lo peor y llorando a lágrima viva. El terror lo había paralizado. Juanito y Arturo lo fueron a levantar y le dijeron que nada era cierto, que sólo era una broma como la que ellos le hacían a los abuelitos, que dejaran de molestarlos.

El niño no dejaba de llorar. Fui a la tienda por un chocolate y se lo ofrecí para que se calmara. Ya más tranquilo se fue a su casa. Nos asomamos a la Cerrada y no había ni rastro de los minúsculos tunantes.

Nunca más se volvieron a aparecer por ahí, ese día se acabaron las groserías y las ofensas para los abuelitos. Quizá haya sido una broma muy pesada que pudo haber dejado algún trauma en aquellos niños, pero a fin de cuentas nos dio resultado para erradicar a esos aprendices de pandilleros. Estoy seguro que muchos de ellos, al día de hoy, casi cuarenta años después aún recuerdan con cierto temor al Hombre del Hacha Descabezadora.

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