A menos de tres meses de iniciar el nuevo gobierno la seguridad pública se mantiene como el problema número uno del país. La inseguridad afecta directa o indirectamente a la mayoría de los ciudadanos, al tejido social, la economía y la marca país. En dos décadas las cifras no han mejorado. Existen graves rezagos en la prevención, en la reacción, en la inteligencia y en la ministración de justicia. En los tres órdenes de gobierno.

Como en casi todos los quehaceres humanos, en seguridad no existen los milagros ni las soluciones mágicas. Tampoco las directrices políticas son suficientes. Cuando el andamiaje institucional es endeble, la capacidad de respuesta es mínima. Es el caso de la mayor parte de las instancias federales, estatales y municipales. Las secretarías o direcciones de seguridad que funcionan, a lo largo y ancho del país, son la excepción. La inseguridad es un mal omnipresente: territorial, institucional y social.

Gracias a la inseguridad generalizada, todos vivimos atentos al tema de la seguridad. Medidas preventivas para evitar riesgos personales y familiares, para evitar robos en casa habitación y en medios de transporte, para evitar robos y fraudes en tarjetas bancarias y otras monerías en internet. El tiempo y dinero invertido en el tema de seguridad se multiplica cuando se vive de una empresa o negocio. No importe el giro o el tamaño, todos están en riesgo. Y si la prevención no funciona, la ayuda por parte de la autoridad, cuando existe, suele ser lenta y poco eficiente. El panorama es francamente desalentador.

Poco se sabe de los planes del próximo gobierno para combatir la inseguridad. Sabemos que tienen la intención de elevar la función a secretaría de Estado (a pesar de los fracasos anteriores). Las funciones de la nueva entidad, según se insinúa en la iniciativa que irá al Congreso, son de tal alcance que no queda claro en dónde quedarán temas como la gobernabilidad democrática, la seguridad nacional y otras vertientes de la seguridad que escapan a la seguridad pública como es la seguridad en las fronteras físicas, marítimas, aéreas y cibernética. Lo mismo sucede con el tema de la inteligencia.

Tampoco queda claro como esta nueva estructura ayudará a fortalecer la seguridad estatal y municipal. Puede tomar meses, o incluso años, adaptarse al nuevo esquema. Primero habrá que entenderlo para después ponerlo en marcha. Las corporaciones de seguridad, que aglutinan a cientos de miles, tendrán que conocer y sumarse a los nuevos esquemas. Los cambios provocan parálisis. Nadie se mueve hasta conocer los nuevos lineamientos y contar con instrucciones. ¿Y quién y como se manejarán los recursos para la seguridad?

En el tema de la seguridad, como quizás en ningún otro, abundan hoy en día las preguntas y escasean las respuestas. El tema desbordó ya a tres administraciones y, junto con la corrupción, está en el origen del enojo de los mexicanos, que derivó en un giro de 180° en las preferencias electorales.

El equipo encabezado por Peña Nieto ingenuamente pensó que era posible construir un nuevo México —al grito de las reformas estructurales— sobre las arenas movedizas de la corrupción y la inseguridad. Resultado: los frutos de las sonadas reformas apenas se reconocen en la cotidianeidad de los mexicanos, mientras que los avances de la inseguridad y la corrupción han tenido un efecto devastador en el ánimo y en la cotidianidad de los mexicanos. Los resultados electorales no son botón de muestra, sino el traje completo.

La agenda nacional es vasta y las responsabilidades del gobierno federal cubren un amplio espectro. Pero son las exigencias de la realidad las que marcan las prioridades. Desconocer el nivel de urgencia, gravedad y seriedad de la crisis de seguridad que vive el país podría marcar el inicio del fin del gobierno de la esperanza.

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