La migración está definida como el fenómeno por el que “algunas personas dejan su lugar de residencia para establecerse en otro país o región”. Ha ocurrido desde los orígenes de la humanidad, fue la causa del poblamiento mundial y la cuna de las actuales nacionalidades. Mientras que en el pasado se facilitaban estos éxodos hacia comarcas menos habitadas, en nuestro tiempo se ha declarado la hostilidad e incluso la persecución principalmente contra quienes provienen del sur, de países menos desarrollados o de razas consideradas inferiores. La globalización conlleva la movilidad de todos los factores económicos, menos la mano de obra. Se desplazan bienes, servicios y capitales, al tiempo que se combate el libre tránsito de los seres humanos.

Más de 258 millones de migrantes en todo el mundo viven fuera de su país de nacimiento, representan el 3.4% de la población de la Tierra y contribuyen con un 9% al PIB mundial —7 billones de dólares al año—, lo que equivale al 45% del producto interno de los Estados Unidos. El desamparo y la xenofobia han provocado 3,341 migrantes desaparecidos en las rutas de todo el mundo en lo que va de 2019, a pesar de que cada año migran 27 millones de personas, de las cuales 80% son niñas, niños y jóvenes que abandonan sus países, acompañados o no de sus padres.

La migración es un derecho humano consagrado en documentos fundamentales de Naciones Unidas, comenzando por el Pacto de Derechos Económicos y Sociales en el que se estipula que “toda persona tendrá el derecho de salir libremente de cualquier país, incluso el propio”. Correlativamente prescribe que “deben crearse las condiciones económicas para que las personas puedan permanecer en sus países”. En suma, los instrumentos internacionales consagran tanto el derecho a migrar como el derecho a no migrar.

Los tratados de Guadalupe-Hidalgo, que sellaron el fin de la Guerra México-Norteamérica de 1846, concedieron amplios derechos migratorios, políticos y económicos a los mexicanos que quedaron en territorio estadounidense. Conforme se fueron adoptando las posibilidades bilaterales de exigir este derecho y a pesar de la diplomacia tradicionalista de nuestro país, decidimos promover instrumentos mundiales que protegieran los derechos de nuestros compatriotas. La Convención Internacional de Todos los Trabajadores Migrantes y sus Familiares, fue aprobada en 1990 por la Asamblea de Naciones Unidas, pero México la ratificó hasta 1999 por temor a la reacción norteamericana, pero también por el rechazo a establecer la obligación de admitir las migraciones.

El incremento desproporcionado de la presencia de migrantes en territorio nacional, ya sea de tránsito o de destino, replantea el problema en términos conminatorios. Ello exige una redefinición cabal de principios y de métodos, que en mi criterio ha de ser constitucional, mediante una actualización del artículo 11 en el que debe establecerse nuestras decisiones inconmovibles sobre migración. México ha observado durante un periodo prolongado de su historia una noble tradición de asilo y refugio. No solamente por la protección, como política de Estado, a los perseguidos políticos, cuyos casos sobresalientes son las víctimas del Golpe de Estado fascista en España y Chile.

Debiéramos precisar los alcances tanto del asilo como del refugio. Ambos son una modalidad de la migración por razones humanitarias, tal como lo contempla el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. El primero consiste en la protección que ofrecen los países receptores a personas que tienen fundados temores de ser perseguidos por motivos de raza, religión, minoría nacional u opinión política. El segundo, en la salvaguarda de las personas frente a crisis humanitarias derivadas de aspectos económicos, políticos y sociales, así como de conflictos armados o desastres naturales. Hoy tenemos la oportunidad inescapable desde el Poder Legislativo de generar una política integral en materia migratoria. México es una nación que trasciende sus fronteras. El derecho a la migración le es por tanto esencial.

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