Hay que aprovechar el debate abierto en torno del presupuesto que ejercen los órganos autónomos de Estado para discutir el papel que han de jugar en el país: su diseño, su conformación y lo que esperamos de cada uno de ellos. De esa deliberación depende el tipo de régimen que necesitamos forjar para el resto de este siglo.

Decir que los órganos autónomos deben cancelarse porque cuestan mucho es una ligereza. Tan inaceptable como intentar diseñar el futuro a partir de las condiciones políticas actuales, pues no siempre habrá una mayoría tan amplia como la actual ni el presidente López Obrador gobernará más de seis años.

Dichos órganos fueron naciendo para ir cercenando espacios de poder al viejo presidencialismo omnímodo. Se concibieron y se diseñaron para evitar que el presidente tomara todas las decisiones en áreas clave del Estado mexicano: desde el control de la política monetaria hasta la regulación de la competencia económica. No nacieron para pactar ni someterse a nadie, sino para garantizar, sí, que el Ejecutivo se mantuviera al margen de sus decisiones.

No obstante, hoy están en el banquillo de los acusados por su costo. Aunque también, de un lado, por el discurso profundamente crítico que ha enderezado en su contra el presidente con mayor legitimidad política que haya tenido la historia reciente del país; y de otro, por su conformación facciosa original y por sus errores y sus excesos.

Sus titulares se duelen de la falta de recursos con la que afrontarán el año fiscal que corre y temen que venga una embestida legislativa que los vaya minando o incluso eliminando, como ya sucedió con el INEE. Y tendrían razón, si el único criterio fuera recortar, como si solo importara el presupuesto. Pero si el propósito es fortalecer en serio un Estado social y democrático de largo aliento, que no dependa de una sola persona y que sea capaz de resistir los cambios que sobrevendrán de todos modos, entonces la mirada debe moverse hacia la revisión, la depuración y la consolidación a fondo de esos órganos autónomos.

Si el presidente López Obrador o la mayoría de su partido optaran por debilitarlos para ganar mayor poder mientras gobiernan o por someterlos hasta volverlos inútiles —en vez de conjurar definitivamente que haya reparto de cuotas y de cuates en su conformación y de garantizar que cumplan cabalmente con su cometido bajo el mayor escrutinio público— habrían sembrado el terreno de la vuelta al presidencialismo que hizo tanto daño a México.

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