Desde hace 64 años, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas declaró al 10 de diciembre como Día Internacional de los Derechos Humanos en conmemoración de la fecha en que se aprobó la Declaración Universal en esta materia, celebramos la existencia de un conjunto de protecciones jurídicas que vuelven imposible –al menos normativamente hablando– la recurrencia de episodios de violencia y discriminación extremos, como los han significado los genocidios, los desplazamientos forzados masivos, las desapariciones forzadas, los feminicidios, los crímenes de odio por homofobia, las migraciones por razones económicas y de seguridad, entre otros fenómenos que –lamentablemente– aún nos definen como sociedad. Debemos recordar que la creación del Sistema de Naciones Unidas, con sus tratados, convenciones y comités de seguimiento y evaluación, fue, precisamente, una respuesta a la violencia totalitaria de la primera mitad del siglo XX, que llevó a millones de personas a perder sus bienes, dignidad e, incluso, la vida cuando el régimen nazi decidió que era posible separar a las personas en ciudadanos y ciudadanas de primera y segunda categorías.

Los derechos humanos, así, son resultado de un consenso mundial a propósito de la constatación de la capacidad de destrucción de los seres humanos en ausencia de protecciones legales que puedan ser exigibles más allá de las fronteras de los Estados nacionales. Porque lo que demostró el nazismo es que las fronteras y los gobiernos nacionales resultan marcos legales insuficientes cuando se trata de vulnerar la seguridad de las personas; y que, por lo tanto, necesitamos protecciones universales y una vigilancia de la comunidad internacional para garantizar la vigencia del paradigma de los derechos humanos.

No obstante, en este 2014 la conmemoración del Día Internacional de los Derechos Humanos tiene especial significado porque hoy, más que nunca, parece que la defensa de derechos humanos se ha convertido en una labor peligrosa, que acarrea riesgos a quien la ejerce y que se realiza a contracorriente. En estos años definidos por la conflictividad social que resulta de la inseguridad generalizada, se ha puesto de nuevo en circulación en la opinión pública la idea de que las personas que defienden derechos humanos, y los organismos públicos y asociaciones en cuyo contexto realizan esta práctica, protegen a las personas delincuentes y, por tanto, dan la espalda a la sociedad civil. Y, al contrario de que se genere la solidaridad que permita continuar con esta tarea en un ambiente de seguridad y respeto hacia la tarea de defender derechos humanos, ha ocurrido lo contrario: se ha reforzado la percepción social en el sentido de que esta tarea no es sustancial para el orden democrático, y que podríamos suspender ciertos derechos o garantías individuales, si con ello logramos la disminución de la pobreza o el combate a la delincuencia. Aún más, se ha llegado a un punto donde se tiende a criminalizar la protesta social, como si el acto de oponerse y cuestionar las decisiones de un gobierno significara automáticamente un perjuicio para la estabilidad del país. Y ha sido, más bien, al contrario: los grandes movimientos sociales como la Revolución Mexicana, las luchas sindicales, los movimientos estudiantiles, las protestas por los feminicidios y las muertes civiles a causa del combate al crimen organizado, han visibilizado zonas de injusticia y violaciones a derechos humanos que el Estado tiene que erradicar y corregir.

Así, y con sus honrosas excepciones, podemos decir que hoy existe un ambiente que criminaliza la tarea de defender derechos humanos, y por eso la tendencia internacional es situarla cada vez más como un derecho humano por sí mismo, que requiere de protecciones especiales por parte del Estado, dada la situación de inseguridad y riesgo que acarrea ejercer el derecho humano a defender derechos humanos.

Muchas de las conquistas en materia de derechos humanos, que podrían aparecer como un producto exclusivo de la actividad legislativa o de la voluntad política, tienen un origen eminentemente ciudadano. Así ocurrió, por ejemplo, con la lucha contra la discriminación o la institucionalización de la transparencia y rendición de cuentas. Es decir, que es la acción de la sociedad civil, exigiendo el reconocimiento de derechos antes negados u otorgados parcialmente hacia ciertas personas, colectivos y poblaciones, la que ha generado la gradual inclusión de los grupos históricamente discriminados. La erosión de los estándares legales y culturales tradicionales es producto de la incursión en el espacio público de las personas que, hablando en primera persona o tomando como propia una afectación a derechos que han conocido de manera cercana, asumen conscientemente –y muchas veces a contracorriente de la visión socialmente extendida– la tarea de defender derechos humanos.

Actualmente, las personas que han promovido la justicia en relación con ciertos estigmas y prejuicios discriminatorios, se han convertido en un grupo particularmente necesitado de protección. Esto es así porque defender derechos humanos implica, en muchas ocasiones, un enfrentamiento directo con los poderes públicos o fácticos que obstaculizan, por la vía de la acción o la omisión, el ejercicio de todo tipo de libertades y el acceso a oportunidades.

Es inconcebible un Estado garantista y que se hace responsable de las situaciones de riesgo y vulnerabilidad que redundan en un cuestionamiento de la propia legitimidad democrática, sin la acción decidida de la sociedad civil y de las y los defensores de derechos humanos, para hacer patentes las deudas de justicia histórica hacia ciertos colectivos. Por eso, sirva el Día Internacional de los Derechos Humanos como una ocasión para la celebración de estas protecciones jurídicas, pero también como un recordatorio acerca de la importancia de reconocer el derecho a defender derechos humanos y también para garantizar la seguridad de las personas que lo ejercen poniendo en riesgo su integridad y seguridad.

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