Hace unos días, salió publicado en el American Journal of Public Health un estudio que muestra otro de los graves efectos negativos que tiene el encarcelamiento en la salud pública (disponible en línea acá: https://ajph.aphapublications.org/doi/10.2105/AJPH.201

9.305397). En este, encontramos que —en 1,849 mujeres mexicanas— el encarcelamiento de un familiar estaba asociado con estrés percibido y con un marcador biológico de estrés: cortisol en pelo. Los resultados son demoledores: mujeres con un familiar en prisión tenían una posibilidad 41% mayor de tener enfermedad cardiovascular con respecto a aquellas mujeres sin un pariente en prisión. Las mujeres afectadas eran, además, fumadoras, estaban en sobrepeso, tenían diabetes, y habían estado expuestas a violencia con mayor frecuencia que mujeres sin un familiar en prisión. Esto se debe al estrés que implica el encarcelamiento de un familiar, especialmente cuando el sistema penitenciario opera —como el nuestro— en contextos de corrupción, escasez de recursos y sobrepoblación. La falta de certidumbre sobre el proceso legal, las extorsiones de abogados y custodios, los largos viajes hacia los centros penitenciarios, las esperas para ingresar, etc., hacen que las penas de cárcel sean compartidas por toda la familia. La realidad es que el castigo no es solo para quienes son encarcelados (en su mayoría hombres jóvenes) sino también para los familiares que los cuidan (principalmente mujeres).

Los resultados de este estudio se unen a la abundante evidencia que muestra los costos del uso de las cárceles y nos obligan a preguntar sobre la conveniencia de usar el encarcelamiento como medida de control social. En este gobierno, como en muchos anteriores, una parte importante de las propuestas de seguridad giran en torno al uso del encarcelamiento como forma de prevenir delitos. El año pasado, el congreso amplió el número de delitos que obligan al uso de la prisión preventiva (es decir, que permiten encarcelar a una persona a partir de que inicia un proceso penal en su contra, antes de ser declarada culpable). Hace poco, el senador Martí Batres propuso agregar la extorsión a la lista de estos delitos. El paquete de reformas de la Fiscalía General incluía también más uso de prisiones. La semana pasada, la secretaria de Gobernación adelantó que las reformas al sistema de justicia incluirán la prisión preventiva para reincidentes.

La idea detrás de todas estas propuestas es que poner a más personas en la cárcel (o amenazarlas con ello) resultará en un país más seguro. Dejando a un lado el hecho de que estas reformas ponen nuestra libertad en manos de instituciones de seguridad que una y otra vez han sido señalado como corruptas, violentas y arbitrarias, hay muchos problemas con esta creencia.
Muchos estudios muestran que el uso indiscriminado de cárceles puede resultar en más delitos. En contextos como el mexicano, el encarcelamiento genera pobreza, desigualdad, estigma, violencia y abuso de sustancias. En Estados Unidos, se ha mostrado que menores que han sufrido el encarcelamiento del su padre o madre tienen mayor posibilidad de afiliarse a bandas criminales, de no terminar la escuela y de ser a su vez encarcelados. Además, sabemos que es una política que afecta principalmente a las personas más pobres. Sabemos también que cada persona en la cárcel cuesta en términos de salud. ¿Cuánto cuesta al sector de salud cada persona encarcelada? ¿Podemos justificar esos costos dada la inequidad que genera y los malos resultados en términos de prevención delictiva? ¿En qué sectores dejamos de invertir al optar por esta política?

Ampliar el uso del encarcelamiento aparenta contundencia contra el crimen. Para los políticos es además fácil y barato proponerlo. Sin embargo, los costos que produce son extensos, trascendentes y, las más de las veces, injustos. Es lamentable que la supuesta izquierda recurra al añejo punitivismo carcelario sin ver que agravará las inequidades sociales.

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