A la hora del desprecio manifestado contra la “comentocracia”, a la hora de los olores nauseabundos que salen de la cloaca de las mal llamadas “redes sociales”, me acordé del último curso público dado por Michel Foucault, poco antes de su muerte, curso publicado en 2010 por el Fondo de Cultura Económica, bajo el título El coraje de la verdad. Puede que su reedición no cuente entre “mis locuras” del nuevo director del Fondo. Foucault, un hombre valiente que tuvo siempre ese “coraje de la verdad”, le sigue la pista desde los antiguos griegos hasta los cristianos, como Francisco de Asís, pasando por Diógenes y los cínicos que no tenían nada de cínico.

Decir la verdad puede ser una exigencia tan ruda como peligrosa. Cuando los efesios exiliaron a un amigo de Heráclito porque no aguantaban su veridicción, Heráclito se retiró para jugar con los niños. Explicó: “¿A poco no vale más eso que administrar la república con vosotros?” Cuando le preguntaban la razón de su silencio: “Si me callo, es porque ustedes parlotean”. Este sabio opta por callarse, mientras que otro sabio, Sócrates, obedece a la misión que le encomendó el dios: cuestionar a sus conciudadanos “de manera incesante, permanente, insoportable”, algo que, al final, le cuesta la vida, porque tiene el valor de decir la verdad.

Y eso que Sócrates sabía lo que le esperaba en la democracia, régimen teóricamente privilegiado para la libertad de expresión. Decir la verdad exige cierto valor para ir en contra de la opinión del gobierno o de la mayoría que lo apoya. El valiente corre el riesgo de que no se le haga caso —ni modo, no es peligroso— o que se le tome a mal; no ser escuchado es una cosa, suscitar reacciones negativas, despertar la ira, es otra. Quien dice la verdad, quien dice que el rey va desnudo, puede encontrarse en peligro. En democracia. En regímenes dictatoriales, ni hay posibilidad de tomar la palabra.

¿Qué nos dice Sócrates de tan actual, a casi 2,500 años de distancia? “Si me hubiera consagrado hace ya tiempo a la política, estaría muerto desde hace mucho. No se enojen —dice a sus jueces— al escucharme decir esas verdades. No hay hombre alguno que pueda evitar morir, por poco que se oponga con generosidad, sea a ustedes, sea a cualquier otra asamblea popular, y se afane en impedir, en su ciudad, las injusticias y las ilegalidades”. (Platón, Apología de Sócrates).

O sea: quién, por buenos y nobles motivos, se oponga a la voluntad de la mayoría (no hablamos de tiranos como el renegado Ortega o el cruel Maduro) se expondrá a la muerte, dice Sócrates, quien fue condenado a morir; no a la muerte en nuestra democracia, sino a la descalificación en el mejor de los casos, a la calumnia y los insultos también. Miles de años han pasado desde que Atenas, la gloriosa Atenas inventó la democracia y siguen de actualidad las palabras de Isócrates: “Advierto que ustedes no les prestan igual audiencia a todos los oradores. A los unos, regalan vuestra atención, mientras que no toleran la voz de los otros. No debe sorprender que muestren ustedes semejante comportamiento, puesto que acostumbran a expulsar de la tribuna a todos los oradores que no hablan conforme a vuestros deseos”.

En una verdadera democracia, sin adjetivos, existe la libertad peligrosa pero universal, es decir, para todo el mundo, de decir lo que uno piensa ser la verdad. Pero la verdad que disgusta a muchos termina afectando al valiente que la expresa: en última instancia, lo obligarán de mil maneras a callarse. Perderá el acceso a la tribuna, para empezar. Demóstenes lo dijo muchas veces: “No me sorprendería que las palabras que acabo de pronunciar me cuesten más caro de lo que puede costarles a estos malos oradores el mal que les han procurado. Ustedes no toleran la franqueza; hasta me asombra que hoy me hayan ustedes dejado hablar”.

El cortesano, también, necesita coraje, para decirle la verdad al monarca como al presidente. Necesitamos valientes entre analistas, políticos y cortesanos.

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