Una de las constantes del pensamiento occidental, fundada en la idea del eterno retorno, es la división del tiempo histórico en ciclos que se vertebran unos con otros y que comprenden los períodos de cambio, de auge y decadencia. Esta teoría ayuda a entender los ciclos largos, como el Imperio Romano, la Colonia española en América o las frágiles democracias europeas que abrieron el camino al nazi-fascismo, pero también los tiempos cortos en que se subdividen. Así la doctrina de Aristóteles sobre las formas de gobierno, que inevitablemente terminan en su forma más corrupta. Esta reflexión sirve para entender el presente mexicano iniciado, sin duda, con el movimiento de 1988 y a la victoria popular que fue denegada por el antiguo régimen, el cual sucumbió con la felonía.

Los movimientos de ruptura política durante el México postrevolucionario fueron frecuentes: desafiaron la concentración del poder aunque todos abortaron. Apenas concluida la lucha armada, Adolfo de la Huerta enfrentó la supremacía obregonista, presentándose por su cuenta como candidato a la Presidencia de la República. El movimiento fue apaciguado al evitarle la “huelga de los generales”. Vinieron después episodios semejantes de distinto signo, como el intento vasconcelista de 1929, el almazanista de 1940, el padillista de 1946 y el henriquista de 1952. Ruiz Cortines procedió a la liquidación de los caudillos e instauró un sistema vertical y burocrático que perduró hasta la rebelión de 1988, 36 años después.

Se ha discutido en la academia qué hubiera ocurrido si, en vez de desaparecer esos movimientos, se hubieran convertido en partidos políticos, lo que supone habría adelantado nuestro ingreso a una etapa democrática. Hipótesis insostenible, porque la concepción del poder era absolutista: ganar o perder todo, lo que derivó —según lo documenta James Wilkie— en incursiones frustradas para conseguir armas en Estados Unidos. Esto subraya la relevancia de la ruptura de 1988, que también fue degollada por el gobierno, pero que se reorganizó después para generar un levantamiento social, un programa ideológico y un partido político cuyos objetivos perduran esencialmente hasta hoy.

No obstante, sobre el atraco electoral se construyó un nuevo régimen fundado en la doctrina neoliberal, en la privatización del Estado, en la profundización de las desigualdades y en el sometimiento a la hegemonía norteamericana. Lo que llamamos el ciclo del horror, que está próximo a su fin. Este período fue también el de las reformas electorales y la creación de instituciones destinadas a garantizarlas. Las negociaciones de 1994 y 1996 que encabezó la izquierda organizada —aprovechando el impacto del movimiento zapatista, del magnicidio y de la crisis económica— determinaron un breve lapso de democracia electoral. En 1997 logramos el finiquito del sistema de partido hegemónico al derogar su mayoría en un órgano fundamental del Estado: la Cámara de Diputados.

En el año 2000, cuando la primera alternancia pacífica en el poder presidencial de toda la historia de México, el beneficiario principal —Vicente Fox— tiró por la borda esa gran conquista y transó con las más oscuras fuerzas políticas y económicas del país. Desde entonces todo ha sido mentira y confusión: la implantación de Felipe Calderón como una decisión de Estado que transitó del desafuero a la imposición confesa. Finalmente el arreglo nefasto de 2012, en el que PAN le devuelve el poder al PRI para evitar la victoria de la corriente progresista.

Esta complicidad incuba el período más sangriento de la historia nacional, superior en número de muertos a varias revoluciones. También la degradación moral del país y la metástasis de la corrupción en todos los circuitos oficiales, partidistas y privados: la cancelación de la República. De toda evidencia está concluyendo un ciclo histórico. Es indispensable un acto supremo de la conciencia nacional para reconstruir la vida democrática y llevar a cabo un ajuste de cuentas con el pasado. No creo en la amnistía porque constituye una falta contra la memoria histórica. Tal vez proceda en el caso de delincuentes menores obligados por la necesidad, pero no como pasaporte de gracia a los grandes criminales que han destruido el tejido de la sociedad.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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