Distintas pero concurrentes razones históricas originaron que la forma de gobierno prevaleciente en el continente americano sea la presidencial y que, habida cuenta del poder que suelen desarrollar, se practiquen numerosas variantes para suspenderlos de su cargo. Desde el juicio político y la revocación de mandato, hasta el asesinato o el golpe de Estado. Sólo las antiguas colonias británicas en nuestra región asumieron el régimen parlamentario, como es el caso de Canadá, Jamaica o Trinidad y Tobago. En esos sistemas el jefe del Estado es intocable, ya que se trata nada menos que de la Reina Elizabeth II.

Venustiano Carranza, férreo presidencialista, citaba con frecuencia a Simón Bolívar quien a su vez pensaba que en los países nacientes de América debían florecer los caudillos vestidos de militares o de civiles. A pesar del tiempo transcurrido desde entonces, esta realidad no se ha modificado en lo esencial. En Chile un presidente constitucional se ha convertido en dictador, siguiendo el camino de Pinochet. En el Brasil ocurrió un golpe Legislativo para destituir a Dilma Rousseff y ya sea encarcelado o en libertad se persigue ferozmente al principal dirigente de la oposición. Por otra parte disfrutamos del exilio del presidente Evo Morales, bajo el acoso de la Interpol, mientras que en Bolivia se ha instalado una presidenta de papel. Por una vía cada vez más democrática, en México otorgamos relevancia al juicio de procedencia y a la revocación del mandato.

En ese contexto hay que ubicar el desorden político de Washington y el enjuiciamiento a Donald Trump y retrospectivamente al doble asesinato de los hermanos Kennedy e inclusive al de Abraham Lincoln; sin olvidar que uno de los principales temas de debate entre los politólogos del continente ha sido la eventual conveniencia de instaurar regímenes parlamentarios en nuestros países. Lo que había sido ya discutido en el origen de la democracia norteamericana y que se transformó en otro sistema de pesos y contrapesos operando hasta hoy. Incluyendo la judicialización de los conductas políticas que ocurren en la Casa Blanca que comprenden a los funcionarios y asesores del presidente e inclusive a su propia familia.

La variante que ha provocado el más reciente escándalo del Despacho Oval es el uso del poder diplomático norteamericano para generar intrigas que lesionan la imagen política de otros candidatos a la investidura presidencial como la del demócrata Joe Biden. En medio de una gran expectación y ante cientos de medios internacionales el pasado miércoles 13 de noviembre comenzaron las audiencias públicas de la investigación en contra de Donald Trump. Dichas sesiones —no ocurridas desde hace dos décadas— son la antesala de lo que podría derivar en un juicio político al actual presidente de los Estados Unidos.

Las declaraciones ante el Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes refuerzan la tesis de que el Ejecutivo norteamericano abusó de su cargo al tratar de manipular la política exterior para beneficiar su campaña por la reelección. La apuesta del Partido Demócrata al respecto es alta y riesgosa, ya que de no encontrarse al magnate culpable de los cargos, ubicaría al republicano en la cima de las preferencias para un nuevo período. Lo que ratificaría la naturaleza caudillista del ocupante de la Ala Oeste, cualquiera que sea el partido político que lo sustente. Sin desechar a Bernie Sanders quien sería el clavo ardiendo de la élite demócrata. La preeminencia del poder personal como signo de un régimen político.

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