Mucho hablamos del cambio de pensamiento, del cambio de paradigma, de sentar en nuestros hijos y herederos bases diferentes para llevar, en lo individual, una vida plena, y en lo grupal, una sociedad que viva en equidad, con desarrollo sostenido y paz.

Mucho hablamos de un cambio de consciencia que nos haga mas corresponsables con los demás, con los seres vivos del planeta y con el planeta mismo.

Pero pareciera que nos pasmamos al momento de la acción; cambiar se antoja una acción imposible derivado de una inercia social que empuja en el sentido inverso.

Cuando Peña Nieto habló en 2014 sobre la corrupción como un problema cultural, usó el lugar común, la historia del no se puede, de la resignación por designio divino, del  “así somos”, en pocas palabras la justificó.

La sola frase causó revuelo en medios, indignó ciudadanos, mientras que las organizaciones de la sociedad civil leyeron la frase presidencial como un justificante más de un gobierno repleto de irregularidades en el gasto de recursos públicos.

Unos meses después, el tema se olvidó, la indignación desapareció y la corrupción marchaba al mismo ritmo, con el mismo descaro y las mismas formas. Pareciera entonces que en parte era cierto, que teníamos (y tenemos) el gobierno que nos merecemos porque somos gente de olvido, gente conforme, de corta memoria, de vista gorda. Somos ciudadanos desinteresados y apáticos pero también somos sobrehumanos en la capacidad de perder de vista o dejar  atrás los escándalos, los abusos, las corruptelas, nepotismos e ineficacias de algunos de nuestros gobiernos al momento de ir a las urnas y premiar o castigar a los partidos y a sus candidatos. Somos, al parecer, cerebralmente utilitarios y, en aras de esa teoría estamos delimitados por una visión racional-práctica de la vida que nos ha llevado en lo individual a perseguir y ganar placer y evitar a toda costa el dolor.

Pero este es quizás el punto de inflexión, el de mayor relevancia, porque puede que seamos utilitarios pero también la historia del país está repleta de empatía y cohesión social, de un pensamiento comunitario que supera por mucho la comodidad personal, el logro propio, el egocentrismo base de ese utilitarismo.

Lo hemos visto en la organización ciudadana que se desarrolló en el sismo de 1985 y en el del año pasado en CDMX; también lo vimos en Coahuila y Nuevo León con los huracanes Alex y Gilberto, o con Wilma en la península de Yucatán en 2005. Lo hemos visto en todos lados, fuimos empáticos con el desastre que dejó Katrina en Nuevo Orleans y con los efectos de la hambruna en África de hace más de dos  décadas.
Y entonces ¿qué pasa? ¿por qué somos tan “bipolares”? ¿Por qué podemos ser utilitarios y empáticos sociales al mismo tiempo? ¿Somos como nos conviene? ¿Realmente buscamos el mayor placer y la eliminación del dolor?

El secreto está en nuestro cerebro y en la capacidad que tenemos de educarlo, de acondicionarlo de una u otra forma. Pero ¿qué sabemos del cerebro? ¿qué tiene que ver con la empatía social?

La realidad es que hoy sabemos más del cerebro que hace 30 años; sabemos cómo funciona, sabemos qué lo estimula, sabemos que  98% de lo que gestiona nuestro cerebro no es consciente para ningún ser humano. Sabemos que existe un esquema biconceptual en nuestro sistema neuronal que maneja complejas valoraciones contradictorias y sabemos que existen las neuronas espejo, esas que están ahí precisamente para desarrollar la empatía con los demás, para ser sociales, para ayudarnos a construir comunidad.

Así dicho, la empatía por los demás está en todas y cada una de nuestras cabezas y sólo requieren de mantenerlas aceitadas, de ejercitarlas constantemente a través de acciones comunitarias para que no se inhiban.

Por ello cuando dicen que nuestros problemas están en nuestra cultura, lo correcto sería decir que  la oportunidad está en nuestros cerebros. No es un cambio de cultura, tampoco es un cambio de conciencia, es una elevación de la conciencia, pues supone que nuestras neuronas empáticas dejarán de estar inhibidas y se volverán en un músculo ejercitado de uso cotidiano.

En este sentido el cambio no es social, no es cultural, no es imposible. Está en nosotros a nivel cerebral y sólo requiere que unamos nuestro actuar empático a ese 2% de acciones que sí hacemos conscientes a diario.

Que sea nuestro propósito para este 2019.

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