Llegó la hora del brindis, la hora en que las burbujas de las copas pelean y se reconcilian para luego morir en una garganta festiva; es justo el momento que precede a los abrazos y decir “¡Feliz Navidad!”.

Y todo va bien en la cena (ya saben, estas historias siempre tienen un pero) hasta que la prima amargada que estudió en colegio católico hace la impertinente pregunta: ¿y tú, qué festejas si eres ateo? (Léase el ateo como cuando un juez celestial condena a un inocente al fuego eterno del infierno).

Y aunque tiendo mas al paganismo que al ateísmo, para mi familia estoy ya condenado a las llamas eternas por mi apostasía que me ha causado mas cuestionamientos que si fuera un criminal (ya sabe usted, en este país se puede ser criminal pero sí se declara guadalupano, todo se le perdona).

Cuando yo era más joven, solía intentar explicar que en realidad la Navidad no es una festividad de origen cristiano, sino que se remontan a los inicios de la civilización y que todas las culturas antiguas celebran el solsticio de invierno; que ya los romanos festejaban en diciembre la Saturnalia y el Natalis Solis Invictis y todo era muy parecido a nuestras posadas y Navidad contemporánea. Pero para la prima amargada no hay argumento que valga: soy el diablo encarnado y me pide que me aleje de sus hijos, no los vaya a contaminar con mis ideas y mi música satánica de rock.

Aun sigue espantada porque le contaron que uno de mis mejores amigos fue a reclamar a un colegio nórdico -donde tiene inscritos a sus hijos- porque pese a que le habían prometido que su educación sería no-religiosa, un diciembre les enseñaron unos villancicos alabando a Dios. El director del colegio tuvo que admitir que el reclamo de mi amigo era justo y desde entonces quitaron la palabra Dios de los villancicos. Eso fue todo un escándalo en el pueblo y para mi prima eso era la misma representación del mal.

Pero eso es nada comparado con lo que le hizo una tía a otro amigo una nochebuena hace ya varios años. Dicha tía, que en su juventud vivió la vida loca, un día a ver a un Jesús sangrado en un crucifijo sintió tal culpa (ya sabe, la culpa es el eje del negocio del cristianismo en todas sus vertientes) que se arrepintió de haber sido feliz y se entregó a la fe cristiana.

Desde entonces, cada semana iba a la casa a tratar de convertirlo pero sus esfuerzos fueron en vano. Por cada cita bíblica, mi amigo le respondía con una de Nietzsche: ”Dios está muerto”, le decía y se iba enfurecida. Por cada “Dios te ilumine” suyo, él reviraba con un “y que Quetzalcóatl la acompañe”.

Toda su fe y rencor los guardó para una nochebuena de luna llena, como esta. Fue a su casa para desearle una Feliz Navidad pero apenas pisó el tapete que decía Bienvenido, la tía lo bañó con agua bendita: “arrepiéntete y cree en el evangelio” gritaba. “No sabía qué hacer, si enojarme o reírme, sólo le dije: Feliz Navidad y me fui”, cuenta asombrado mientras dice la anécdota.

¿Y qué festejo este día? Independientemente de que no crea en un dios redentor, me parece admirable que en una fecha la religión monoteísta que ha matado a millones en nombre de su deidad, un día al año se detenga para desear felicidad al prójimo: eso ya me parece digno de festejarse.

Y que eso sirva para ver a mis seres queridos reunidos celebrando y disfrutando de una cena, ya es motivo suficiente para brindar, ese es el verdadero festejo. Así que mientras escucho a John Lennon cantar que la guerra ha terminado en Navidad, yo también les deseo una Feliz Navidad, o feliz Natalicio del Sol Invicto o el nombre que quieran usar. ¡Felices fiestas!

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