Al parecer, puede resultar conveniente recordar lo elemental. Porque en ocasiones lo elemental puede ser lo fundamental.

Como su nombre lo indica las comisiones de derechos humanos existen para proteger el ejercicio de los derechos frente a abusos, discriminaciones, ilegalidades de las autoridades. No tienen competencia en relación a los conflictos entre particulares. Para ellos existen otras vías. Su pertinencia, su función es acompañar y arropar a los ciudadanos frente a los funcionarios públicos y sus acciones u omisiones.

Por ello mismo, están diseñadas para ser una piedra en el zapato de los gobiernos o si se quiere alarmas que señalan violaciones a derechos. La idea es que las comisiones, por definición, se planten frente a las instituciones federales o locales (independientemente de su coloración política) y no se alineen con las mismas para así poder cumplir con su misión. Sus observaciones y recomendaciones están dirigidas a los gobiernos y sus secretarías o dependencias (SEP, Sedena, Segob, etc.), hospitales y clínicas públicas, procuradurías (ahora fiscalías), reclusorios y súmele usted. Tutelan la seguridad jurídica, las libertades, el trato justo y no discriminatorio, el acceso a la justicia, y tantos más, y han realizado recomendaciones que van desde la violencia obstétrica hasta el mal trato en los reclusorios, pasando por señalar las violaciones cuando se realizan consultas que no son libres ni informadas.

Son, repito, dispositivos a favor de los ciudadanos colocados frente a los responsables de distintas instituciones públicas. Tienen sentido, además, por la complejidad de la vida y la administración públicas. Los gobiernos (federal y estatales), son constelaciones de dependencias teóricamente subordinadas a los titulares de los ejecutivos, pero que, aunque solo fuera por sus tareas específicas y la diversidad de labores que cumplen, tienen grados de libertad nada despreciables en relación al Presidente y los gobernadores.

Y si ello es así, las comisiones de derechos humanos, en buena lid, deberían ser vistas con buenos ojos por los titulares de los ejecutivos. Dado que ellos no pueden saber puntualmente lo que acontece en cada una de las dependencias que en el organigrama están bajo su dirección, no está de más que los ojos de las comisiones (a partir de los recursos que reciben) los alerten de prácticas nocivas que realizan los encargados de esas instituciones. El Presidente y los gobernadores deberían de agradecer cada vez que las comisiones actúan y detectan violaciones a los derechos humanos. Es, en teoría, el requisito para atajar dichas transgresiones, sancionar a los culpables y establecer precedentes para que esas prácticas no vuelvan a ocurrir.

Pero no suele ser así. Cada apunte de la comisión se ve como una afrenta, cada recomendación como una agresión. Suelen imaginar que ojos que no ven…situación que no existe. Los ejecutivos prefieren, en demasiadas ocasiones, que no se sepa, que se oculte, que no se diga. Porque al carecer de visibilidad la violación no merma su prestigio. Así, en vez de enfrentar las agresiones contra los derechos humanos se prefiere ocultarlas. Y por ello, no resulta casual que deseen contar con comisiones alineadas a sus designios. Resultan menos molestas, aunque sean ineficientes para cumplir con su encomienda.

Toda la retahíla elemental anterior, viene al caso porque la actual ombudsperson de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos llegó más que cuestionada a su cargo. Violaciones al procedimiento, dudas fundadas sobre si llenaba los requisitos de ley y sobre su idoneidad para el cargo, la han colocado en su puesto con un déficit de legitimidad. Y si desea que la CNDH cumpla con su estratégica misión, lo primero es entender que siendo una funcionaria del Estado no lo es del gobierno. Es una comisionada que encabeza una entidad autónoma, a partir de lo cual está obligada a actuar con independencia en muy diversos asuntos que lastiman nuestra convivencia y que por desgracia no faltan. Enumerarlos sería un exceso.

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