Los dichos tienen consecuencias, por ello, somos responsables de lo que expresamos. En el modelo de democracia ateniense existían dos conceptos centrales: la isegoria referida al derecho de tomar la palabra en la asamblea —central para la igualdad entre los ciudadanos— y la parresia, entendida como “derecho a decirlo todo”. La parresia se ha vinculado a la concepción de libertad de expresión, sin embargo, para los atenienses este derecho no implicaba protección de las opiniones frente a posibles represalias, sino responsabilidad por lo expresado; por las consecuencias que podía tener determinada decisión o curso de acción.

En las democracias contemporáneas la libertad de expresión es un derecho fundamental, sin embargo, la responsabilidad sobre los efectos de los dichos —especialmente cuando son expresados por representantes del poder público— suele pasar a un segundo término. Dos hechos  dan cuenta de ello. El asalto al Capitolio en enero de 2021, cuando los seguidores del aún presidente Donald Trump, azuzados por alegatos de fraude ingresaron violentamente en la sede del Congreso de  Estados Unidos para evitar la sesión del Colegio Electoral que certificaría el triunfo de Biden; y  la reciente irrupción de seguidores del expresidente brasileño Jair Bolsonaro al Congreso, el Tribunal Supremo y el Palacio Presidencial días después de la toma de posesión de Luiz Inácio Lula da Silva.

Trump y Bolsonaro son sólo dos ejemplos de líderes autoritarios que han buscado imponer una arena donde no haya espacio para la agregación de preferencias, la deliberación democrática o la negociación; donde la única alternativa posible sea un juego suma cero donde prevalezca su visión. Ambos buscaron minar las instituciones que los llevaron al poder en un intento por mantenerlo a costa de todo, incluso, de la voluntad ciudadana.

En la elección presidencial de 2016, Trump resultó ganador con  46.15% del voto popular (cerca de 63 millones de votos). Dadas las características del sistema norteamericano, alcanzó 47.6 de los votos  a pesar de tener casi tres millones de votos menos que su contendiente demócrata, Hillary Clinton. Cuatro años después —con un incremento de más de 10%  en la participación y cerca de 12 millones de votos más) fue derrotado por el candidato demócrata Joe Biden quien obtuvo, con poco más de 81 millones de votos,  51.3% de los votos. En Brasil, Bolsonaro ganó la presidencia en 2018 con  55.1% de los votos (57.7 millones de votos); cuatro años después, fue derrotado por poco más de 2 millones de votos por Lula da Silva con  50.9%. Al igual que en  EU, la polarización incrementó la participación y tanto Trump como Bolsonaro se aferraron al poder tras haber dedicado los cuatro años de su administración a polarizar a la ciudadanía, debilitar las instituciones democráticas y construir una narrativa de fraude. A lo largo de su gestión, tanto

Trump como Bolsonaro dieron cuenta de un profundo desprecio por la legalidad y un talante claramente autoritario. El discurso antidemocrático que busca polarizar, destruir y excluir a quienes piensan distinto siempre estuvo presente y sus consecuencias han sido evidentes. Ese discurso está presente, también, en la narrativa del presidente de México.

Google News