Desde que descubrí al novelista Mario Vargas Llosa en 1970 con “La Casa Verde,” no ha dejado de asombrarme, aunque no siempre por sus muchas cualidades literarias; desde “El hablador”, que no sólo no me atrajo sino que me rechazó, y sus siguientes novelas apenas me motivaron, hasta encontrarme con “La fiesta del Chivo” (hasta el momento su última obra maestra), pero “El héroe discreto” me gustó hasta que la digerí para rechazarla, por ser una defensa del patriarcado, en el ámbito familiar donde los hijos deben obedecer al padre sin importar su edad, y después me aburrió sus “Cinco esquinas” (la literatura erótica no se le da); sus “Conversaciones en La Catedral” me sigue pareciendo una de las mejores novelas contemporáneas, y no me canso de releerla cada año.

Acaba de publicar un nuevo libro, harto polémico, pero muy lejos del provocativo e inteligentísimo “La civilización del espectáculo”, donde fustiga la inocuidad de las redes sociales, de la cultura de lo superfluo y de la vacuidad de las opiniones sin sustento acerca de todo, importante o no.

El nuevo “La llamada de la tribu” parece un libro provocador a propósito, pues son ensayos sobre siete ensayistas que fueron, a contracorriente, defensores de políticas impopulares en ciertos ámbitos y ciertas épocas; no me asombra el tema: desde mediados de los años setenta comenzó a criticar sistemas y gobiernos entonces populares y apoyados más que nada por intelectuales (entonces asombró, y la observación se la debo 
a Xavier Velasco, que nunca insultara 
a sus opositores [“el magnífico escritor” y otros adjetivos a veces exagerados] pese a lo sólido de sus argumentos) aunque no siempre el tiempo le dio la razón.

No son discutibles los méritos de los ensayistas a los que dedica estos textos; lo son otras cuestiones: elogios desmedidos a las políticas económicas de Ronald Reagan (o quien sea que haya gobernado Estados Unidos en esos años) y a Margaret Thatcher, que sólo aprovecharon el impacto brutal de los baby boomers pero no previeron la brutal caída de muchas de sus audacias en inversiones, en casas de bolsa y sobre todo la debacle de la industria hipotecaria; elogio a pensadores cuyo único mérito fue oponerse, con debilidad, a otros pensadores que no fracasaron, sino que el mundo cambió de manera inesperada, y no de manera definitiva.

Lo que asombra de este nuevo libro de Vargas Llosa es que es totalmente opuesto al novelista que creó “La ciudad y los perros”, “Conversación en La Catedral” y “La fiesta del Chivo”, obras en las que el autor penetró en la mente y en las ideas de represores (los profesores del colegio militar, e incluso una escena brutal contra un intelectual buleado por su escasa masculinidad ante alumnos que se preparaban para reprimir; un oscuro director de gobierno que es el que sostiene un régimen autoritario; un dictador asesino y represor), sin hacerlas suyas, y apenas intente simpatizar con ideas e ideologías contrarias a las suyas (y que no siempre son las de los personajes estudiados).

Asombra también que quien estudió la mente de escritores como Flaubert, Faulkner, García Márquez carezca de imaginación para hablar de estos personajes y se limite a seguir lo que otros, o ellos mismos, escribieron sobre ellos, y apenas se acerque a sus obras de manera superficial, poco penetrante, y siempre dándole la razón a cada uno, aun cuando de pronto se contradiga en esos confusos errores. También, la enorme distancia entre ellos (y, en estas páginas, entre el mismo Vargas Llosa) con el mundo de la imaginación, o sea las artes plásticas y la literatura, ya no se diga el cine y el teatro.

Hay momentos que perturban: cuando habla de “violaciones fragrantes” (pág. 52; puede ser una errata, pero no deja de asombrar, y que las ahora feministas detractoras de Vargas Llosa no lo hayan advertido —según confesión de ellas—, lo combaten pero no lo leen); cuando reprocha que alguno de sus homenajeados se haya acercado tanto a las revistas del corazón (¿se habrá mordido la lengua, ahora que aparece tanto en ellas?). Hay en cambio momentos brillantes, como cuando describe al 68 como un movimiento cuya más profunda huella haya sido contra el Manual de Carreño, y que escriba “iniquidades” en vez del incorrecto “inequidades”.

Lo más asombroso es su prosa: llena de cacofonías, ripiosa, con tropiezos, a la carrera. No es la del Vargas Llosa que nos deslumbró hace cerca de 50 años.

*Eduardo Mejía es editor, periodista,
 crítico, narrador y cinéfilo.

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