Austin, Texas. 31 de julio de 1966. Un ex marine, Joseph Whitman, escribe una nota de suicidio y varias cartas de despedida: “Realmente no me entiendo estos días… últimamente (no puedo recordar cuándo comenzó) he sido víctima de muchos pensamientos inusuales e irracionales”.

En la madrugada del 1º de agosto, Whitman va a la casa de su madre. Forcejea con ella, le rompe un dedo, la apuñala varias veces en el pecho y luego le dispara en la nuca. Antes de irse, la acuesta en la cama y la cubre con una cobija.

Coloca a su lado este mensaje: “Acabo de matar a mi madre… Siento que si hay un cielo, ella definitivamente está allí ahora… Quería a esta mujer con todo mi corazón”.

Cuando entra de nuevo en su casa, encuentra a su mujer dormida. A ella también le atraviesa el pecho con un cuchillo. Sentado en el comedor, escribe lo que ha hecho: “3:00 de la mañana. Madre y esposa muertas”, y pide que al morir le hagan una autopsia para ver si es posible averiguar qué es lo que le impulsa a hacer todo esto.

Tiene dolores de cabeza “tremendos”. “No puedo soportar las presiones que hay en mí”, había escrito.

Al día siguiente llama al trabajo de su esposa para reportarla enferma. Asiste a una ferretería y a un almacén para comprar una carabina, un rifle y cientos de balas. Le dice al encargado que va a matar jabalíes. Regresa a su casa y recorta el cañón del fusil.

Whitman carga en una maleta las armas que ha comprado y otras que tenía guardadas en un armario (entre ellas, tres pistolas). Mete también mil cartuchos, algunos bocadillos, un poco de café, agua, gasolina, e incluso un antídoto contra la mordedura de serpientes.

Ha estado cerca de las armas desde siempre. Varias fotos de infancia lo muestran con los rifles que su padre, un plomero que “educó” a sus hijos ejerciendo sobre ellos una violencia desmedida, le enseñó a manejar.

En el ejército lo habían adiestrado como francotirador. Previsiblemente, se dirige a la Torre de la Universidad de Texas y se apuesta en el mirador. Son las 11:45 cuando comienza a disparar. Durante siete minutos le tira a todo lo que se mueve. La gente cae aquí y allá.

A las 11:52 llegan el departamento de policía entero, así como varios civiles que al escuchar la noticia salieron a la calle con sus propias armas. Pero Whitman no les da oportunidad. Barre el campus durante hora y media, e incluso logra alejar a un helicóptero enviado para detenerlo.

Al final, tres policías y un civil consiguen aproximarse y llegan a lo alto de la torre. Cazan a Whitman entre los cuatro. Uno de ellos vacía sobre el francotirador la carga de una Smith & Wesson; otro le da dos tiros en el pecho y uno más en la cabeza. Lo rematan con una escopeta.

El autor de la que se ha considerado la primera masacre de este tipo en la historia de los Estados Unidos queda inmóvil. Los demás creen que todo ha terminado, pero no es así.

Ha comenzado, en realidad, la era de las masacres colectivas. Todo esto se repetirá cíclicamente durante el medio siglo siguiente. Los asesinatos masivos sucederán en escuelas, templos, centros comerciales, restaurantes, conciertos, discotecas, bares.

Solo diez tiroteos —entre los cientos que han ocurrido— arrojan 375 muertos. Las historias de este tipo inundan el país. Cito casos al azar: en 1984 un individuo ingresa en un McDonald’s en San Ysidro y mata a 22 personas; en 1991 otro sujeto ingresa en una cafetería, en Killeen, Texas, y en menos de diez minutos hace cien disparos: 23 personas muertas.

En Virginia, en 2007, un estudiante de 23 años mata a 33 y hiere a 29. En Connecticut, un joven mata a 20 niños y siete adultos.

El número de víctimas asciende inexorablemente en los últimos años. Si la matanza de Columbine en 1999 había dejado 12 muertos, la de Las Vegas deja 58; la de Orlando 49; la de Virginia, 32.

Hace unos días, un tiroteo en una iglesia de Texas cobró la vida de 20 personas. Ayer, un nuevo tiroteo, esta vez en California, dejó cinco muertos.

Desde antes de que Joseph Whitman saliera a la calle, la respuesta de los ciudadanos había sido armarse. En Estados Unidos hay más de 300 millones de armas registradas por particulares: en 2010 se contabilizaron 106 millones de pistolas, 105 millones de rifles, 89 millones de escopetas. Ninguna otra población civil está más fuertemente armada en el mundo.

A esta misma hora, alguien con el armario retacado de rifles estará sufriendo dolores de cabeza y tendrá pensamientos inusuales e irracionales.

Así que volverá a ocurrir, y la gente pensará que hay que estar preparados. Que lo mejor será armarse.

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