Cuatro mujeres lavan ropa en el río. Faldas de colores cubren sus caderas. Voces jóvenes entonan una canción: “A tu vera, siempre a la verita tuya, / siempre a la verita tuya, / hasta que por ti me muera //. Que no mirase tus ojos / que no llamase a tu puerta / que no pisase de noche / las piedras de tu calleja”.

En esta escena de Dolor y gloria —película de Pedro Almodóvar—, Penélope Cruz, una de las actrices, tiene un niño de tres años llamado Salvador. Cuando las mujeres terminan de exprimir las sábanas, las tienden al sol, sobre los arbustos.

La cámara se coloca debajo de la tela húmeda, que se abre hasta cubrir toda la pantalla. La fragancia del jabón activa la memoria olfativa del espectador, que puede sentir el calor en el aire y volverse un ser invisible entre ellas, para gozar de la compañía de estas jovencitas que tienen la vida por delante y la belleza atrapada entre los senos y la breve cintura.

El río de la escena corre por el territorio de La Mancha, donde nació Almodóvar, su origen, al que regresa para filmar sus cintas y rendir tributo a su historia. El personaje de Salvador crece y se convierte en director de cine, interpretado por Antonio Banderas, un hombre de carne y hueso, triunfador y doliente, lleno de talento y contradicciones.

Somos animales con vocación de sabueso. El ser humano, a pocas horas de nacido, comienza a buscar el cuerpo de su madre activando las células nerviosas de la nariz. En experimentos, se ha comprobado que los bebés se tranquilizan al identificar la tela que contiene el aroma de su madre (rastros de leche materna y sudor) entre varias prendas de otras mujeres. El niñito atrapa la tela que le corresponde y busca saciar su hambre.

Tenía diecisiete años. Con el deseo de estudiar medicina, logré permiso para entrar a la sala de partos de un hospital.

Los intensos olores del cuerpo de la madre, sangre y líquidos que envolvían al niño, me provocaron sudoración y taquicardia. Por muchos motivos cambié de vocación, pero no olvidé jamás la experiencia de ver una cabecita asomar entre las piernas de una mujer. La imagen ha pervivido en mi memoria como signo de la vida.

Nuestros ancestros amaban el petricor, ese olor a lluvia que se mezcla con las sustancias químicas de la tierra, con sus flores y frutos, bacterias e insectos. Mieles y resinas resbalan por troncos húmedos que limpian sus cortezas con agua que cae del cielo, a ratos con producción de cine: truenos, relámpagos y granizo. En la ciudad, la temporada de lluvias limpia calles y plazas, fachadas de iglesias y campanarios. Convierte la azotea en alberca para aves que extienden las alas, llenando sus plumas de esencia de flores.

Hay quienes viven gracias a sus narices bien entrenadas: perfumistas, enólogos y expertos en bebidas destiladas pueden detectar cambios en los procesos de producción que otros mortales no perciben. Su función es clave para lograr la calidad deseada.

Mi preferido: el olor de un bebé. No son los aromas vegetales: lavanda, menta, cítricos; ni los perfumes artificiales de fábrica; o el olor que desprende la comida recién hecha. Nada se compara con la fragancia del cuerpo de un niño pequeño. Hace milenios que los humanos sabemos que en ellos radica el futuro, y eso nos llena el corazón de esperanza.

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