En recuerdo y homenaje a quienes no sobrevivieron.

Parece increíble, queridos lectores, pero se acaba de cumplir ya en México un año de que se presentó el primer caso de lo que hoy conocemos todos como “el Covid”, pero que en ese tan lejano ayer llamábamos muy displicentemente el coronavirus.

Todo eran bromas y memes al principio, ¿se acuerdan? Que si el murciélago, que si la cerveza Corona, que si la cuarentena y la convivencia familiar súbitamente obligada, pura risa, sobre todo para quienes, como los mexicanos, tanto presumimos de podernos reír de (y con) todo y todos.

Hoy ya nadie se ríe. Hemos pasado de ver esto como algo pasajero a darnos cuenta de que nos transformó y seguirá transformando la vida en todos sus aspectos. La familia, las parejas, el trabajo, los negocios, la vida política, todo se va adecuando paulatinamente. Hay quienes han hecho mejor su tránsito, con mejores capacidades de adaptación, mientras que otros se resisten.

Un ejemplo claro nos lo da la política: desde quienes se han vuelto maestros de la pantalla grande, mediana y chica hasta los que siguen pensando en el mitin placero y la visita a los mercados. ¿Sabemos quién se impondrá al final? Por lo pronto, la pantalla le gana a la asamblea, el discurso corto al rollo eterno, lo concreto a lo abstracto. Pero siguen importando los símbolos y hay quienes los saben manejar y quienes solo los saben destrozar. De los primeros será el reino de los votos, sin duda.

En el ámbito de lo increíble, la manera en que la pandemia ha revuelto lo político en todo el mundo y lo poco que lo ha alterado en México. Tras un año desastroso en términos económicos y de salud pública, el presidente conserva niveles de aprobación en el rango de los 60%s, y en franca recuperación. Ni las altas cifras de contagios y muertos ni la caída precipitosa del PIB le han hecho mella, del discurso y activismo opositor ni hablemos. Ni una pluma al proverbial ganso le han arrancado. Y la cobertura mediática, que tanto le inquieta e irrita, tampoco ha impactado en su popularidad.

El dolor y el sufrimiento humanos han sido inconmensurables. Muertos, enfermos graves, secuelas terribles para muchos de los sobrevivientes o recuperados, pérdidas de empleo, quiebras de negocios, crisis personales y familiares, aumentos aterradores de violencia doméstica (reportada y/u oculta), una segunda pandemia -casi invisible- de salud mental, son parte de los aterradores costos que se pueden y los que no se pueden medir.

Las reacciones individuales, sociales, políticas son como para escribir varios tomos de análisis, pero no sé si psicológicos, sociológicos o antropológicos. Las mayores expresiones de ternura, de solidaridad y empatía han coexistido con las peores muestras de mezquindad y miseria humana. Los niveles socioeconómicos no han sido indicadores confiables de las conductas individuales, si bien el anecdotario está lleno de ejemplos de esa arrogancia y prepotencia que suele acompañar al privilegio en nuestro país.

Por cada ejemplo malo hay muchos buenos, aunque es justo reconocer que las carencias y deficiencias en la respuesta a la pandemia no han sido exclusivas de gobiernos y políticos. Un año después, el presidente y su encargado de atender esta emergencia siguen renuentes a usar cubrebocas, y sus contagios, así como los de muchos miembros de su gabinete, gobernadores, legisladores y empresarios habla de la inconciencia por un lado y de la vulnerabilidad colectiva de este mortífero bicho que todo y a todos iguala.

Muchas lecciones, probablemente no aprendidas, nos deja este primer año. Agarremos fuerza y ánimo para lo que falta.

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