Considere el lector, la lectora, que les aquejaba una locura. Eran víctimas de una suerte de esquizofrenia. Por lo demás, aquella era la condición de su especie: una especie que vivía en la imaginación, no en la realidad.

Un tal Carlos Marx lo llamó enajenación, más breve y preciso.

Vivían con las terminaciones del sistema nervioso excitadas a causa del lenguaje: las palabras les imponían sobre los iris imágenes; en la piel fríos y calores o picazones; en la narices olores; en las lenguas sabores intensos e instantáneos.

Vivían pues percibiendo lo nombrado y ausente. Soñando con los cinco sentidos.

Pero ese año la locura creció en ambición. Esos dementes se pusieron a imaginar en conjunto un país futuro.

De nuevo, era parte de los rituales de esa rara especie: cada X años, en cada país, varios habladores ponían a consideración el sueño de un país futuro a los pobladores y ellos luego votaban por el que les parecía el sueño más provechoso.

Ese método periódico de crear alucinaciones enormes y colectivas se llamaba, y no es ironía, el gobierno del pueblo, Democracia, cuando debía haberse llamado Morfeocracia, el poder del sueño.

Pero volviendo al relato: sucedió que ese año, uno de los habladores en la contienda electoral de un tramo del planeta llamado México, les propuso un país distinto en cada cosa, grande y pequeña. Y pronto el resto de los contendientes, que proponían apenas una cosa por acá u otra por allá, desaparecieron de la imaginación colectiva y toda la gente se imaginaba cada cosa, grande y pequeña, de la forma futura descrita por el hablador principal.

Nadie reparaba que lo descrito aún no existía, que aquello era un magno ejercicio de esquizofrenia colectiva, de alucinación en masa, y al contrario, cada cual se adentró en el sentimiento que les procuraba imaginar esa infinidad de novedades por venir: algunos las imaginaron llenándose de esperanza, cada cosa sería mejor, sería excelsa, sería magnífica, y otros las imaginaron llenándose de pavor, cada cosa sería destruida y convertida en ruinas.

Se construiría un tren cruzando el territorio, de océano a océano. Desgracia: se destruiría la selva exuberante del istmo y el mar avanzaría a cubrir aquella cintura del territorio.

Se construiría un nuevo aeropuerto en un altiplano. Desgracia: los aviones chocarían en el aire contra los aviones del viejo aeropuerto o contra los patos migrantes y los pasajeros y los patos lloverían a todas horas desde el cielo.

Se distribuirían cientos de miles de los libros clásicos hasta cada escuela de la sierra y cada jacal al borde de las lagunas y los niños descalzos caminarían por los caminos de polvo recitando de memoria versos de Quevedo. Desgracia: el círculo de los ilustrados sería borrado, se distribuirían pasquines y no libros y la capacidad de lectura se reduciría a leer en globitos onomatopeyas y albures.

Se arbolarían miles de hectáreas y un paraíso populista emergería frondoso y cargado de frutos al centro del país. No: serían plantitas de mariguana en los traspatios y perderíamos una generación de adultos sobrios.

Las mujeres de la población tendrían por primera vez una representación en el gobierno igual a la de los hombres y gracias a ello se les percibiría como lo que eran, media población, media Historia, medio futuro. Qué importaba eso, todos y todas vivirían bajo la voluntad del Gran Destructor.

Vaya, el país del futuro ocupó las mentes de millones, eufóricos o acongojados, 365 días. Terribles insultos se cruzaron entre los que ya lo llamaban Utopía Aterrizada y los que lo llamaban Apocalipsis Nativa. Hubieron suicidios, jolgorios multitudinarios, fugas de capitales, diccionarios para enumerar las hazañas logradas, conferencias del círculo de los ilustrados gritando ¡tenemos pánico!, ¡paren el cambio!

Fue apenas entonces que aquel elocuente hablador provocador de visiones, pero todavía de ningún hecho concreto, renombrado ya como el Gran Hacedor o el Gran Destructor, tomó posesión del puesto de presidente.

Pequeño, el pelo blanco, el traje dos tallas demasiado grande, la banda con los colores del país terciada en el pecho, fue subiendo peldaño a peldaño las escaleras del palacio presidencial mientras miles lo esperaban en la plaza y millones en sus pantallas.

Y cuando emergió al balcón sobre la plaza y a las pantallas se miraba diminuto. Y cuando empezó a hablar, siguió hablando y hablando. Y casi al final de su largo discurso sentenció:

—Compatriotas, hoy acaba el año en que vivimos en el Futuro y empieza el año de la Realidad.

Un escalofrío recorrió la espinas dorsales de aquellos 120 millones de locos, esos homo alucinados: la burbuja de su fantasía colectiva se desinfló en un largo sollozo y por fin despertaron a un minuto de lucidez.

Tragaron saliva a un tiempo y pensaron a un tiempo que lo que sería trágico es que después de un año de vivir en el futuro, el futuro terminara por nunca llegar, y cada cosa, grande y pequeña, permaneciera en su lugar e idéntica a como siempre había sido.

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