El Congreso federal aprobó hace meses un Sistema Nacional Anticorrupción, que pretende combatir el problema entre funcionarios, empresas y personas que tienen alguna relación con el gobierno. Esta iniciativa (que debe ser avalada por 16 de los 31 Congresos de los estados), surge después del escándalo por las propiedades de la familia del presidente Enrique Peña Nieto y otros funcionarios de su gabinete. Una medida cosmética para un mal crónico.

A nadie escapa que la corrupción es el aceite que engrasa la maquinaria gubernamental y de los grandes negocios del país. El asunto es de escándalo internacional, ya que de acuerdo al Índice de Percepción sobre Corrupción que realiza Transparencia Internacional, nuestro país se encuentra en el lugar 105 entre 176 naciones. A pesar de la generosidad del ranking, ser el país más corrupto del mundo no nos suena difícil, pues estamos acostumbrados al argumento. Solemos percibir a la corrupción como un mal endémico, tan nuestro como la sangre mestiza y tan arraigado como el consumo del maíz. Parece tan endémico como inmutable; una realidad tan cierta que cuestionarla, confrontarla, resulta inútil. A esta percepción se suma el valor positivo de la corrupción como aceite de la maquinaria económica, engrane del sistema de justicia y factor para que las cosas funcionen. La sanción social a las prácticas de corrupción es inexistente. Por el contrario, se alientan y encomian, ya que nunca se tienen consecuencias jurídicas. En los últimos 16 años (1999-2015) se reportaron 272 escándalos de corrupción, de los que sólo 21 casos (el 8%) fueron definidos judicialmente, la mayoría de ellos como “castigo” o escarmiento político.

Pero la corrupción cuesta y mucho: si tomamos en cuenta las estimaciones del Banco Mundial, la corrupción asciende en México al 9% del PIB cada año, es decir, dos puntos más que la fortuna de Carlos Slim. Si preferimos las estimaciones del Centro de Estudios Económicos del Sector Privado, la cifra alcanza el 20% del PIB, en otras palabras, la quinta parte de lo que producimos se diluye, filtra y se trasmina en la maquinaria de la corrupción.

Si deseamos una economía sana y capitalizada con la intensidad pretendida, habría que visibilizar y priorizar el problema de la corrupción. Y habría que atender tres grandes líneas (como lo señalan varios analistas), para afrontar el problema: la institucional, la del combate a la impunidad y la del factor cultural. En la primera línea (la institucional), habría que contemplar las reglas que incentivan la corrupción en todos los niveles de gobierno. El ejercicio práctico de la transparencia, a través de una práctica real de solicitud y acceso a la información pública, visualizando que el dinero público se ejerce con absoluta discrecionalidad. Por ello la Comisión Nacional Anticorrupción no es la solución, ya que lo que pretende es mantener la información en el limbo como la mejor forma de ignorar el problema. En el frente del combate a la impunidad, se libraría la batalla clave, ya que como señalamos, la corrupción en México no tiene consecuencias jurídicas. La historia es ya de cine: una vez superado el escándalo mediático, se solventa toda preocupación legal. Los ejemplos son innumerables, pero repasemos sólo los que menciona Transparencia Internacional y Forbes como símbolos de corrupción e impunidad: Carlos Romero Deschamps, Raúl Salinas de Gortari, Genaro García Luna, Alejandra Sota, la casa blanca de Peña Nieto, la casa de Malinalco de Luis Videgaray y una larguísima cola de ex gobernadores de todos colores y regiones, como Andrés Granier, Tomas Yarrington, Humberto Moreira, Arturo Montiel, Fidel Herrera, José Murat, Ulises Ruiz, Luis Armando Reynoso Femat, Guillermo Padrés, Rodrigo Medina, Juan Manuel Oliva, Mario Ernesto Villanueva Madrid, Pablo Salazar Mendiguchía, Mario Marín, César Duarte y un larguísimo etcétera. De 2000 a 2014 fueron exhibidos 72 casos de corrupción de 42 gobernadores, pero de estos sólo cuatro fueron sancionados. Este es un botón que muestra el nivel actual de corrupción e impunidad que enfrenta el país, y que lo han afectado en su economía e inversiones.

Y la tercera línea de confrontación a la corrupción es la cultural, ya que mientras sigamos pensando que la corrupción es un arte, un colectivo ejercicio sincronizado, y característica crónico-degenerativa que nos distingue en el mundo, tendremos poco que hacer frente a un problema que nos cuesta al menos, 100 mil millones de pesos al año. Aunque es más que desafortunado que por la vía legal nunca se haya sancionado la corrupción documentada de servidores públicos, el que ahora la corrupción pueda generar rendimientos electorales brinda esperanzas a que por la vía política algunos de estos hechos puedan ser castigados. A nadie debería sorprender que la economía esté cuasi paralizada y que la ciudadanía desprecie al gobierno. El problema no es sólo el Estado, sino el sistema.

Consejero electoral del INE. fernandocorzantes@yahoo.com.mx

Google News