—Desde chiquito siempre me decías: “¡2 de Octubre, no se olvida!” ¿Estuviste en la matanza de Tlatelolco?

—Te cuento. En septiembre de 1968, yo acababa de cumplir 10 años y vivía en la casa de tu abuela, allá en Veracruz. Estaba en quinto año de primaria, y todo México nos preparábamos para las Olimpiadas. La antorcha olímpica iba a entrar por el Puerto de Veracruz, y todas las escuelas habíamos ensayando durante muchos meses canciones, tablas gimnásticas y deportivas, ya teníamos nuestros vestuarios y todo estaba listo.

—¡Qué padre!

—El domingo 6 de octubre llegaría la antorcha olímpica al Malecón y desde ahí se iban a ir corriendo hasta el estadio Luis Pirata Fuente. Aún me acuerdo de una de esas canciones: “¡Ce ce ce, ome yei ticoman! ¡Ce ce ce, ome yei ticoman! ¡México, México, tla-tla-Tláloc!”. Eran los números del uno al tres en náhuatl. Nos dieron unos cartones de diversos colores, para que hiciéramos imágenes que sólo se veían de muy lejos, y ya nos habían dado nuestras banderitas.

—Pero, el 2 es antes que el 6, ¿no?

—En la madrugada del jueves 3 de octubre, me despertaron unos toquidos  muy fuertes, pero estaba más dormido que despierto, y me pareció escuchar la voz de mi tío favorito, mi tío Javier. Pero no podía ser, porque él estudiaba en México, en la UNAM, y solo venía en diciembre a traernos montones de regalos, y en agosto para mi cumpleaños, que eran tiempos de vacaciones. 

—¿Entró a tu recámara a saludarte?

—No. Escuchaba palabras sueltas que no entendía: Tlatelolco, mitin, tanques, disparos, helicóptero, luces de bengala, iglesia de Tlatelolco que no quiso abrir… Pero era tanto mi sueño que esas palabras más bien parecían formar parte de mi sueño, sin embargo lo último que oí a tío decir fue: “No digan que soy estudiante. Ahorita te matan más por ser estudiante que por asesinar o robar”.

—¿Entonces no era tu tío favorito?

—¡Sí! Pero lo supe hasta que mi mamá me despertó como todos los días a las 7 de la mañana. 

—¿Te contó algo tu tío Javier?

—Sí. Bueno, no en realidad. Yo le pregunté qué hacía en Veracruz, que me daba mucha alegría verlo, y que cuánto tiempo se iba a quedar. Me dijo que mucho tiempo, hasta que pasaran las Olimpiadas. Yo le pregunté que si no iba a ir a su escuela, y me dijo que no había clases y que no sabía hasta cuándo iba a regresar a México. ¡Y pues yo feliz! 

—¿Pero no te dijo nada? ¿No te contó nada? 

—Sólo me acuerdo que estábamos suscritos al periódico El Dictamen, que mi tío y mi mamá esperaban con ansiedad que llegara cada mañana, lo revisaban de cabo a rabo, y sólo decían “nada…”. No apagaban la radio escuchando noticias de México, y  a cada rato nomás decían “nada”.

—¿Y qué pasó con tus ensayos para recibir la antorcha olímpica? 

—Pues, esa fue la parte fea del asunto. La única vez en toda mi vida que me enojé con mi tío Javier fue entonces, porque convenció a mi mamá de no dejarme ir al estadio. Cuando le pregunté ¿por qué?, solo me dijo: “Es muy peligroso. Pueden pasar cosas muy feas, y no quiero que te maten”. Y entonces le creí.

—¡Qué miedo!

—El lunes 7 supimos que fueron bien poquitos a recibir la antorcha. Pero no sabíamos por qué. Las Olimpiadas se acabaron, mi tío se había regresado a México, y fue hasta muchos años después fue que se comenzó a hablar de “La Matanza de Tlatelolco”. Los gritos de sus ánimas aún se escuchan en la Plaza de las Tres Culturas. Hoy sabemos cosas, pero no todo. Por eso los jóvenes deben seguir gritando y exigiendo que se aclare y se castigue, ¡aunque sea en sus tumbas!, a los asesinos de cientos de jóvenes que exigían sus Derechos como estudiantes.

—¡2 de Octubre no se olvida!

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