En la recta final del año pasado, a Javier Duarte estuvieron a punto de agarrarlo en Tecún Umán, Guatemala. Según informes de inteligencia oficial a los que tuve acceso, había acudido al lugar, junto con su esposa Karime Macías, a conseguir identificaciones falsas en el mercado negro.

El operativo México-Guatemala para detenerlo en Tecún Umán fracasó y después, a las autoridades federales de nuestro país sólo les llegaban dichos, versiones, tips de dónde podría encontrarse, pero ningún dato duro, nada que se volviera sólido.

Le habían perdido la pista a Javier Duarte, me expresaron. A diferencia de El Chapo —que seguía operando en el mundo de la droga, moviéndose, usando teléfonos, girando instrucciones—, pensaban que Duarte se había escondido como en una madriguera, con la disciplina de no hacer llamadas telefónicas ni mensajear por chats, de quizá ni siquiera tener contacto con sus hijos. Todo, para desaparecer también del mundo digital y anular la capacidad tecnológica de las autoridades para rastrearlo.

¿Qué hicieron entonces? Presionarlo por el lado de la familia política.

La esposa de Duarte estaba metida. El papá de ella también. Metidos, y mucho. Y los tres hijos Duarte Macías no huyeron con sus papás: se quedaron en Chiapas bajo el cuidado de los papás de Karime y una de sus hermanas. Ahí incidieron.

Las autoridades les mandaron el mensaje de que entregaran a Duarte, porque la bronca no era con ellos ni con su hija, sino con el ex mandatario. Vigilaron la casa de la hermana. La catearon en busca de pistas. Subieron la intensidad de la indagatoria contra la familia política (carpetas de investigación, cuentas congeladas). Los estaban “apretando”, se diría en el argot policiaco.

Si seguían aumentando la presión, y había elementos de culpabilidad suficientes que se sumaban a la “fuerza del Estado”, los hijos de Duarte podrían haberse visto en el escenario de que se quedaran sin tíos y abuelos que los cuidaran mientras sus papás escapaban de la justicia.

El enorme cuidado que tuvieron Javier Duarte y sus familiares durante tantos meses para no dar pistas de su paradero e incluso sustraerse del mundo digital con el objeto de no ser detectados, contrasta con el episodio final de la captura: la familia, que se sabía vigilada, viaja a la vista de todos, por el aeropuerto de Toluca, se registra en la bitácora de vuelo, aterriza en Guatemala y se va directito al hotel donde los esperan papá y mamá.

Este contraste ha despertado la especulación sobre si Duarte se entregó o si Karime Macías y/o su familia “lo pusieron”. Al preguntarle sobre esto, el subprocurador de PGR, Alberto Elías Beltrán, me contestó que Duarte pudo haber bajado la guardia por el desgaste del tiempo. El reporte de inteligencia federal marca que la captura se dio al cerrarse la pinza de los seguimientos al mensajero del ex gobernador, Nelson Benito Carchalac, y a sus hijos y cuñados.

El derrotero de las investigaciones —a quiénes tocan y a quiénes no— nos terminará dando buenas respuestas.

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