El candidato Andrés Manuel López Obrador hizo muchas ofertas durante su campaña, ofreció que, de ganar la Presidencia, vendería el avión presidencial, desaparecería al Estado Mayor Presidencial, enajenaría la flota aérea y vehicular y también anticipó que viviría en Palacio Nacional. Además de la insensatez de varias de sus propuestas, no quedaban claras las razones que tenía para mudarse al corazón del Centro Histórico, pero se escurría por allí un ingrediente simbólico: quería vivir allí, donde vivió y murió el presidente Juárez.

López Obrador, admirador del general Lázaro Cárdenas, conocía bien que fue Cárdenas quien decidió adquirir el rancho La Hormiga para establecer allí la residencia presidencial porque creía que el presidente no debía vivir en la suntuosidad del castillo de Chapultepec. El propio Cárdenas decidió cambiarle el nombre para llamarlo Los Pinos, en recuerdo de la huerta en Tacámbaro, Michoacán, donde conoció a doña Amalia Solórzano, su compañera de vida.

La residencia presidencial de Los Pinos no solo era digna, como corresponde a un jefe de Estado, sino también funcional para el desempeño de sus tareas; además de los espacios privados para la vida cotidiana del presidente y su familia, albergaba varias de las oficinas que dependían directamente del presidente de la República: sus secretarías particular y privada, la Oficina de la Presidencia, la dirección de Comunicación social y muchas de las áreas técnicas que auxilian al presidente en el ejercicio de gobierno.

Mudar la residencia presidencial al Palacio Nacional resultaba un sinsentido porque implicaba el desperdicio de recursos valiosos instalados en Los Pinos. Pero, además, contradecía la sobriedad pregonada: cambiaba oficinas republicanas por un monumento histórico cuyo mobiliario y decoración tienen mucho de monárquico.

Lo siguiente fue convertir al conjunto de Los Pinos en un centro cultural, como si hiciera falta en una franja de la Ciudad de México verdaderamente copiosa en espacios culturales; emplazados en el bosque de Chapultepec o en sus alrededores está no solo el Museo Nacional de Antropología sino también el Rufino Tamayo, el de Historia Nacional, el de Arte Moderno, la Casa del Lago y varios más. Sin embargo, desde el primero de diciembre de 2018, el Complejo Cultural Los Pinos abrió sus puertas para visitas al público y ahora, en plena pandemia, a alguien se le ocurrió instalar allí dormitorios para personal del IMSS que atiende a pacientes con covid-19, aunque solo recibirá a unas cien personas.

Desde el lunes 4 de mayo, personal médico, paramédico y de enfermería del Centro Médico Nacional Siglo XXI, del Hospital General Tlatelolco y del Centro Médico Nacional La Raza ha podido dormir en varios de los espacios habilitados: la Casa Miguel Alemán, la Cabaña número 2, el antiguo helipuerto y las canchas de futbol y Molino del Rey (comedor); transportes especiales los recogen en los hospitales y los llevan a Los Pinos.

Las imágenes que se han divulgado son reveladoras: como en los cuarteles, se aprecian las camas alineadas en los improvisados dormitorios. La conclusión es inevitable, se trata de un gesto demagógico, un engaño solo útil para alimentar a su clientela.

En vez de ofrecerle a esos médicos y enfermeros que se están partiendo el alma, que arriesgan su vida y cumplen jornadas extenuantes, un hospedaje digno en algunos de los hoteles cercanos a sus centros de trabajo, con habitaciones cómodas, baños privados, teléfono, wi fi, etc., se urde una propuesta disfuncional que solo servirá para la propaganda y para el anecdotario de quienes decidan aceptarla: podrán contarles a sus nietos de aquellos días de la pandemia cuando durmieron en Los Pinos.

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