Hace tiempo escuché una animada conversación en el Club Campestre de esta ciudad. En ella distinguidos empresarios y sus esposas reían animados ante la disertación de uno de los convidados, que con risas estruendosas, se mofaba de la honorabilidad de un secretario del entonces naciente sexenio de Ignacio Loyola, a quien tildaba de tonto, con palabras altisonantes por supuesto, agregando que con él no se podían hacer negocios como los que se hacían con otro ex funcionario de una paraestatal federal asentada en esta ciudad.

Quedé petrificada, me impactaba que alguien prefiriera un funcionario corrupto dispuesto a “hacer negocios” que otro con conocimiento del sector, espíritu de servicio y honradez, supuse que ese exabrupto era producto del cambio de gobierno. Sin embargo, a 18 años de lo sucedido, veo con tristeza que la corrupción es un mal generalizado que privilegia el trato entre iguales, sean gobernantes o ciudadanos.

Esta semana descubrí con deleite el informe “Veinte años de Opinión Pública, Latinobarómetro 1995-2015”, devorando su contenido, por fin encontraba la explicación a muchas de mis interrogantes.

El origen de la divergencia en el desarrollo de otros países con los latinoamericanos está en el concepto elaborado por el Latinobarómetro que señala: “A diferencia de otras regiones del mundo, donde junto con crecer económicamente, ha aumentado el peso de la libertad, América Latina, ha crecido sin aumentar sustantivamente el peso de la libertad, sin desmantelar las tradiciones y costumbres que la limitan. Hay demanda de democracia, aumenta el valor de la igualdad, pero el valor de la libertad no crece. Lo que aumenta es la demanda por garantías sociales. Las garantías sociales son una especie de sustituto de evidencia para disminuir la desconfianza. Cerca de dos tercios de la región sigue creyendo que los gobiernos trabajan para sus intereses y no para los intereses de todo el pueblo. El resultado de esta composición de factores (en el mapa cultural) es que América Latina camina muy bien hacia los valores de autoexpresión y la consolidación del individualismo, el crecimiento económico (eje horizontal), pero camina poco y demasiado desfasado de lo anterior en los valores de la libertad, de la racionalidad (eje vertical)”.

En pocas palabras es la desconfianza lo que nos empuja a conservar las tradiciones, aun las que nos hunden en el caos, como aquellas que nos hacen apoyar irrestrictamente a las redes políticas conocidas —de piel a piel— que necesariamente caen en clientelismo político y la corrupción. Por tanto, la corrupción en América latina es un fenómeno social, acabar con ella implicaría el desmantelamiento de estas redes que se basan en la obediencia y sumisión para privilegiar la meritocracia, el valor a la competencia y la eficiencia.

Los mexicanos nos quejamos de la corrupción, de la ignorancia manifiesta de los diputados, que llegaron a sus curules sólo por ser cercanos a las nomenklaturas, del despilfarro de recursos públicos. Sin embargo, somos culpables de este deterioro social al votar por partidos que no nos representan y que sabemos trabajan más por sus propios intereses que por los de la comunidad. Les seguimos el juego esperando ser beneficiados por el sistema.

Es preocupante que sólo el 28 por ciento de la población considera a la corrupción como un problema urgente de resolver si queremos vivir en un país más incluyente, equitativo y digno. ¡Por algo será!

Analista política

anargve@yahoo.com.mx

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