Todos hemos sentido el dolor físico, la punzada de la fiebre que eleva la temperatura del cuerpo y en ocasiones hace que la mente desvaríe. Sabemos lo que significan las palabras migraña, parálisis o desmayo. Desde el nacimiento lloramos por hambre, por la dificultad para comer, la falta de sueño y dolores que el bebé no puede expresar.

Por el dolor que hemos padecido, los amigos se desean buena salud en cada brindis, levantando las copas. Acercamos la distancia en cartas y mensajes. Nos pedimos tener buen cuidado de nuestros cuerpos, nos acompañamos en la enfermedad llevando un presente, escuchando al doliente, dando un consejo y ofreciendo una oración.

Dolores más fuertes son los emocionales. Los expertos hablan de la huella de abandono, que trastorna la vida de quienes fueron maltratados de niños, los que no recibieron estímulos positivos para el estudio o la formación del espíritu. Este dolor puede ser creciente o menguante. Cuando crece, puede llevar al ser humano al límite de sus fuerzas y lo deja a la merced de su suerte. A veces, esta condición puede convertirse en una trampa y el hombre cae en la dependencia de las drogas o el alcohol, en cuyo fondo a ratos vive en el infierno.

Hay también el dolor de la nostalgia. Ese recuerdo de la tierra amada, añoranza del hogar paterno, sentimiento inexplicable. Hace muchos años, caminando por las calles de Boston, me preguntaba: si estoy en una ciudad tan bella, de arquitectura impresionante, estudiando Literatura que es mi más grande pasión, asistiendo a clases y conferencias en las mejores universidades del mundo, al lado del amor de mi vida, ¿por qué me siento triste?

José Martí, el poeta que pudo ser español (hijo de españoles, estudió en Madrid y Zaragoza) decidió asumir su nacionalidad cubana y desde Nueva York añoraba su isla: “Las campanas, el sol, el cielo claro / me llenan de tristeza, y en los ojos / llevo un dolor que el verso compasivo mira, / un rebelde dolor que el verso rompe / ¡y es, oh mar, la gaviota pasajera / que rumbo a Cuba va sobre tus olas! // Vino a verme un amigo, y a mí mismo / me preguntó por mí; ya en mí no queda / más que un reflejo mío, como guarda / la sal del mar la concha de la orilla”.

Vivir duele.

Roque Dalton, intelectual de El Salvador, nacido en 1935, luchó por la difusión de la doctrina comunista en su país y vivió en el exilio en México, Checoslovaquia y Cuba. Viajó a la Unión Soviética en 1957 y tuvo en ese viaje cercanía con Carlos Fonseca, futuro fundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional; era un alma atormentada por la situación política de América Latina y por sus propios demonios.

Dalton escribió: “Conozco perfectamente mi dolor: / viene conmigo disfrazado en la sangre / y se ha construido una risa especial / para que no pregunten por su sombra. /Mi dolor, ah, queridos, / mi dolor, ah, querida, / mi dolor, es capaz de inventaros un pájaro, / un cubo de madera / de esos donde los niños / le adivinan un alma musical al alfabeto, / un rincón entrañable / y tibio como la geografía del vino / o como la piel que me dejó las manos / sin pronunciar el himno de tu ancha desnudez de mar”.

El gran dolor viene del desamor. Si algún día fuimos amados y no lo somos más, si la persona añorada tiene otra pareja, sufriremos en el interior de nuestro ser una desdicha intensa. Pedro Salinas, el poeta madrileño de la Generación del 27, lo explica con estos versos: “¡Si tú supieras que ese / gran sollozo que estrechas / en tus brazos, que esa / lágrima que tú secas / besándola, / vienen de ti, son tú, / dolor de ti hecho lágrimas / mías, sollozos míos! / entonces / ya no preguntarías / al pasado, a los cielos, / a la frente, a las cartas, / qué tengo, por qué sufro. / Y toda silenciosa, / con ese gran silencio / de la luz y el saber, / me besarías más, / y desoladamente”.

La percepción del dolor es un asunto personal. De nada sirve comparar nuestra vida con la vida ajena ni ayuda en nada decirle al que sufre: “Tú dolor no es nada frente al mío, lo tuyo es insignificante. Mira a tal persona, ella sí tiene motivos para sufrir”. Lo que nos queda es un trabajo difícil y complejo: conocernos mejor a través de la reflexión, la meditación y el silencio. Los amigos acompañan, el tiempo es un aliado, la lectura ayuda en este proceso. De ahí que yo le comparta poemas escritos por los grandes.

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