Saltos narrativos. A diez días de la conmoción en la vida pública mexicana por el barrido de López Obrador en las urnas —y con la mutación en el acto del mapa político del país— no está mal el saldo de apaciguamiento entre bandos que la víspera del domingo 1 de julio parecían dispuestos o resignados a la conflagración final. Un clima explosivo se pronosticaba en el territorio nacional tanto si AMLO ganaba como si perdía. Ante ello, no está mal el curso seguido hasta hoy, salvo por los saltos en la continuidad del relato: vacíos y excesos que le restan verosimilitud a la narrativa y podrían interrumpir la historia hasta ahora contada de un proceso pacífico de reacomodo entre poderes políticos e intereses económicos, de migraciones de cubículos académicos y organismos internacionales a despachos ministeriales, o de tránsfugas de sus partidos al equipo ganador, más los propósitos de recomposición de prioridades presupuestales, en los márgenes, para no inquietar mercados ni alterar equilibrios macroeconómicos.

Pero si atendemos al dictum de Bourdieu que vio en los medios de comunicación los nuevos campos de batalla, y si lo extendemos a las redes sociales, lo cierto es que venimos de un intenso y largo periodo de fuego cruzado de mensajes y percepciones que fabricaron un país en guerra entre una aborrecible mafia política y empresarial, dominante hasta el domingo antepasado, y una temible dictadura populista, ahora triunfante. Sin embargo, entre las acciones bélicas y el actual apaciguamiento, todavía no se conocen los términos de un armisticio o de una rendición, si los hubo, pero son inocultables los escombros y las bajas de esa guerra en reputaciones e imágenes de personas relevantes e instituciones fundamentales, así como sus efectos en temores, rencores e incertidumbres remanentes en el paisaje después de las batallas.

El problema está en que, con todas las diferencias de una verdadera competencia electoral, hemos vivido esta decena sosegada como una especie de remake, una nueva versión de las sucesiones en el antiguo régimen de partido hegemónico, con aclamaciones y reconocimientos públicos (ahora todavía menos convincentes) al lado de insuperables reservas ocultas entre el aclamado y sus aclamadores: entre el que llega al poder y sus antagonistas y enemigos jurados hasta la víspera, sólo que esta vez en espera de la hora de los inexorables ajustes de cuentas por las bajas sufridas o temidas.

¿Realismo mágico? Por lo pronto, “aquí no ha habido muertos”, como le aseguraron a José Arcadio Segundo en cada punto en que se detuvo en busca de algún rastro de la masacre que el día anterior puso miles de cadáveres en vagones de ferrocarril durante la represión de la ‘huelga grande’, que registra García Márquez en ese portento del realismo mágico —y trágico— de Cien años de soledad.

Por otro lado, el 1 de julio tampoco hizo falta aquí el John Reed de Diez días que conmovieron al mundo, el relato de aquellas jornadas en que los bolcheviques se apoderaron del poder del Estado en Rusia y lo pusieron en manos de los Soviets. Algún ferviente seguidor de AMLO prefiguró un escenario de ese molde y seguro le habría encantado escribirlo. Pero una abultada mayoría celebra el curso alterno que han tomado hasta hoy los acontecimientos, de acuerdo con la puntual encuesta de Alejandro Moreno en El Financiero del lunes.

¿Hacia las certezas de diciembre? Aún así, sigue faltando un relato sin saltos ni vacíos sobre estos diez días que sosegaron a México para navegar de la paz de julio a las certezas de diciembre. Y es que la gestión de disensos soterrados en un tránsito lleno de expectativas, recelos, animosidades y emociones perturbadas por la desinformación, exige una narrativa creíble: algo más que desplegados zalameros, comentarios y artículos arrepentidos de criticar al hoy ganador, videos empalagosos, sonrisas de artificio y frágiles declaraciones de confianza prefabricadas en algún gabinete de prevención de crisis.

Director general del FCE

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