El nuevo huracán político desatado a lo largo de la semana en Estados Unidos a raíz de los tuits execrables del Presidente Donald Trump en contra de cuatro legisladoras Demócratas ha sido tan familiar como extraordinario, y ha consumido a la clase política estadounidense en su totalidad, desde las campañas presidenciales hasta la Casa Blanca y el Congreso, pasando por todos los medios y la sociedad en su conjunto. Y le ha cosechado nuevamente al mandatario un lugar en los libros de historia. En una moción de censura que no se daba desde hace más de un siglo con el Presidente William H. Taft, el Congreso votó el miércoles pasado para condenar a Trump por su tuit racista instando a las congresistas progresistas del autoproclamado “escuadrón” de “resistencia” antitrumpista, Alexandra Ocasio-Cortez, Ayanna Pressley, Rashida Tlaib e Ilhan Omar, de origen puertorriqueño, afroamericano, palestino y somalí, respectivamente (tres de ellas nacidas en EU y la última naturalizada después de llegar al país a los 12 años), a que regresaran “a los lugares de donde vinieron”.

No debería sorprender que Trump no toque fondo. No se necesitaban estos tuits para saber que es un racista hecho y derecho o que considera a los migrantes y a los de tez más oscura como subhumanos ni que su xenofobia y chovinismo demagógico y nacionalista no tienen límite. Y tampoco existe fuego que el presidente no busque atizar. Trump ve la Oficina Oval como un gigantesco megáfono para exacerbar las fisuras culturales y raciales que persisten en la sociedad estadounidense. Para él, los blancos son automáticamente estadounidenses. Los demás sólo califican si muestran suficiente deferencia o apoyan su concepto particular de lo que consiste ser estadounidense.

Detrás de la “locura” —o del racismo congénito— de Trump, hay también método. El presidente está tratando de dividir a los estadounidenses en torno a la etnicidad, para evocar una visión de un país de suma cero en el que los blancos deben luchar contra los no blancos por empleos, oportunidades, bienestar y seguridad. Y en esto, el pasado es prólogo; el cálculo de Trump es que puede repetir en 2020 lo que hizo en 2016, ganando el Colegio Electoral cortesía de Michigan, Pennsylvania y Wisconsin, y que puede volver a exprimir de ahí su reelección al apelar a votantes blancos motivados por resentimiento racial. Trump le ganó por 77 mil votos a Clinton en esas tres entidades combinadas —que serán estados bisagra en 2020— y con ello, el Colegio Electoral.

Nadie es más consciente de los efectos del miedo que este presidente. Cuando Bob Woodward le pidió a Trump en entrevista para su libro que reflexionara sobre la naturaleza del poder, él respondió: “el poder real es el miedo”. Trump busca que la elección general sea entre blancos y los demás. No quiere que en la mente de sus votantes la contienda sea entre él y Biden o Sanders o Warren, o quien resulte finalmente nominado. Quiere cebar a su electorado con una quimera socialista, antiamericana, extranjera y con cuatro cabezas, las de las congresistas que atacó. Muchos Demócratas centristas están justificadamente preocupados por una campaña Republicana que haga del “escuadrón” sinónimo del partido. Y de paso, Trump quiere profundizar la brecha ideológica que se está abriendo entre Nancy Pelosi y el liderazgo más moderado y centrista del partido y su ala progresista, encarnada por estas cuatro legisladoras. Lo moralmente correcto y lo electoralmente inteligente estarán en tensión y colisión en el largo camino Demócrata a los comicios de noviembre 2020. Este es el reto para el Partido Demócrata: cómo responder con contundencia a los ataques a valores seminales del país, como la diversidad, sin permitir que ello facilite el que Trump acabe determinando y controlando la agenda y narrativa políticas que él busca privilegiar cara al 2020.

Consultor internacional

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