He asistido en mi vida a pocos funerales y de los pocos han sido tan distintos, unos alegres, otros no tanto…

Uno de los funerales más bonitos fue el del hermano de nuestro amigo, el Dr. Sergio Rivera, fue una misa llena de mensajes de reconciliación con la muerte, de las bondades del espíritu cuando deja su forma terrenal; yo estaba sentada en las últimas bancas y cuando comenzaba el cortejo fúnebre, un grupo de monaguillos y algunos sacerdotes caminaron por delante del ataúd de encino hermoso con herrajes de plata, todos traían un sahumador que acompañaba a Antonio Rivera hacia su último destino terrenal; al salir de ahí, un gran número de amigos, conocidos y familiares lo despidieron con fanfarrias y aplausos.... Lloré de emoción.

Fue por eso, que la despedida de Don Salvador de esta vida para mí no tuvo precedentes.

Después de una visita al hospital y  una consulta a destiempo, después de semanas de no comer y beber, lo sentaron en una silla blanca de plástico.

—Aquí te quedas, viejito, en el solecito, ahorita te traigo un vaso de agua —le dijo su mujer que la visita al doctor le había retrasado sus tareas domesticas. Lo sentó y le acercó una cobija que cubrió las piernas del esposo. La muerte llegó para Salvador antes que el vaso de agua.

Cuando llegamos a despedirlo,  abrimos la puerta y al entrar, en un petate estaba el cuerpo de Salvador en el suelo, tapado con una cobija de feria hasta las pantorrillas, podía ver sus pies, sus zapatos tipo mocasín en café, ya muy gastados y tristes.

Arriba, en la cabeza tenía tres velas de vaso y en sus pies, una más  y dos platos, uno con sal y otro con arroz, a sus pies estaba su hijo Salvador cantando cantos budistas, se mecía de un lado al otro.

Pasé  un buen rato ahuyentando las hormigas del cuerpo de mi querido amigo Don Salvador, fui al mercado de  La Cruz y le compré una buena corona de flores y un ramo de casablancas, como las del funeral de mi abuela, las puse en su pecho y lloré, sinceramente no por su partida, si no con la frialdad con la fue despedido.

No hubo funeral ni velación, una hora después de mi llegada al llegó el crematorio y seis horas entregaron sus cenizas, lo llevaron a un nicho en el templo de La Cruz, frío, oscuro y solo, ahí lo depositaron en una cripta familiar y jamás lo volví a ver.

Los rituales de nuestros muertos son tan importantes y no por lo que hagan los familiares, no por el café, el rezo de los siete días, las condolencias y el velatorio, son importantes para que doliente, porque los primeras horas  del duelo son el tiempo que uno necesita para asimilar que ya no podremos abrazarlos, que nos quedamos con sus aromas, los trinos de sus risas, con el abrazo que no volveremos a dar y hasta los enojos nos gusta recordar.

La muerte es un pensamiento que adopta muchas formas que a menudo no se reconocen. La muerte puede manifestarse en forma de tristeza, miedo, ansiedad o duda; en forma de ira, falta de fe y desconfianza; preocupación por el cuerpo, envidia, así como en todas aquellas formas en las que el deseo de ser como no eres pueda venir a tentarte. Todos esos pensamientos no son sino reflejos de la veneración que se le rinde a la muerte como salvadora y portadora de la liberación.

*Artista visual, escritora y terapeuta

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