Esa época breve del pasado reciente que denominamos transición democrática construyó pluralidad, elecciones confiables, pero sobre todo instituciones para encauzar el debate y la vida pública. Hoy, la transición quedó atrás, pero el resultado no podemos considerarlo de normalidad democrática. La debilidad institucional es fuerte, y es necesario repensarla. Por eso, me sorprendió mucho leer en la prensa que Peña Nieto dijera, hace unas semanas, que ser juarista era respetar las instituciones. No por la frase, la comparto en sus términos. Sino porque sea el principal artífice de la debacle de las instituciones de la transición quien diga que hay que respetar a las mismas.

El actual gobierno federal se dedicó a socavar autonomía tras autonomía de las instituciones de la República. Se dedicó a promover amigos o incondicionales en los cargos públicos, sin importar que cumplieran los requisitos legales o no tuvieran el perfil. No fueron pocas las veces en que se removió a quienes no seguían sus instrucciones o se obstaculizó la ratificación de quienes cumplían con su papel. Lo sé de cierto. Este gobierno actuó carente de visión de Estado, y la descomposición social que vivimos es en gran medida resultado de la percepción de la ciudadanía de que los grandes políticos desvían millones o generan negocios al margen de la ley, y que no sucede nada. Que no hay justicia que los alcance. De ahí la perspectiva de corrupción e impunidad. Por ello el desánimo y el enojo social. Y como resultado final el incumplimiento de la ley por grandes sectores sociales hartos de ver que la ley no se aplica a los poderosos. Hartos del status quo.

Esta postura de captación es una forma más sutil, más perversa, de dinamitar las instituciones. Cooptarlas o acotarlas para que sean comparsas del ejercicio del poder. Los ejemplos en este sexenio han llegado a límites insospechados y se cuentan por decenas. Para muestra unos botones. La perspectiva de generar una ley de publicidad oficial que discrecionalmente compra voces en los medios y calla a la crítica. Esto ha sido claro en Carmen Aristegui, pero también con una política institucional que durante seis años ha atacado al candidato puntero en las encuestas Andrés Manuel López Obrador, por el hecho de pensar diferente.

La idea de construir una Sala Superior del Tribunal Electoral con una mayoría a modo, para que, sin importar el tema (cancha pareja, programas sociales, tarjeta rosa, debates en intercampañas, candidatura del Bronco), siempre se resuelva en favor del poder, con la consecuente pérdida de legitimidad de la institución. La idea de la Secretaría de Hacienda de retener los recursos a Chihuahua para tratar de doblar a Javier Corral. La idea de utilizar a la PGR como un mecanismo de presión a la oposición, como el caso de Ricardo Anaya o Nestora Salgado. Pero, del lado del poder, por el contrario, pasan más de nueve meses de pedidas las solicitudes de extradición en contra de César Duarte, y seguimos esperando el trámite ante Estados Unidos. Ocho meses después de las asistencias jurídicas internacionales sobre el caso Odebrecht, aún no hay respuesta. ¿Eso es Estado de Derecho?

El actual gobierno se fue quedando sólo entre cuates y paisanos. Nadie quiso decirle al rey que el hilo de su traje invisible era una estafa. Ahora, es el gobierno con menos aceptación en la historia moderna de México. Pero, en su óptica, era mejor recibir aplausos a escuchar la verdad. Era mejor cuidar a los cuates que cumplir la ley. Afortunadamente, el desgaste no fue absoluto y se puede recuperar pronto. Hoy, también por fortuna, el sexenio está en su último trecho y el candidato oficial perderá la elección. Ahora, con el triunfo de López Obrador, hay que tener visión de Estado y transformar las instituciones de la transición democrática para que funcionen sólo para lo que fueron diseñadas. Sin cuates, sin aplausos, sin venganzas. Solo el cumplimiento de la ley.

Ex titular de la FEPADE

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