Los fines de sexenio suelen ser episodios complicados para los gobiernos, especialmente si se combina la falta de aceptación pública con la evidente pérdida de poder en un marco de estrepitoso fracaso electoral. Este es el caso de Enrique Peña Nieto, orgulloso priista y todavía presidente de México.

Son muchos los aspectos que convendría reunir para realizar un balance adecuado de esta gestión —superan al presente escrito—, aunque quizás resulte ilustrativo recoger algunos significativos. Varios, incluso, reconocidos parcialmente por el propio jefe del Ejecutivo. Así, hemos visto a EPN oscilar desde el deterioro de los partidos tradicionales al desgaste del ejercicio de gobierno, para llegar a la evidente disminución de respaldo popular. Aunque, por ejemplo, ante el desastre de la seguridad en el país, haya indicado apenas insuficiencias, y respecto a la corrupción, luego de darle vueltas, haya puesto el acento más en la percepción que en la realidad.

Cuando Denise Maerker le preguntó sobre su error más grande, Peña Nieto dijo: “No haber explicado, yo creo que con suficiencia, los errores o señalamientos que hubo en distintos temas”. Luego pasó al tema de la Casa Blanca y aceptó que no debió haber involucrado a su esposa en este asunto, aunque mantuvo que no había habido conflicto de interés. Y sobre los lamentables hechos en Ayotzinapa sostuvo la versión oficial.

Conviene precisar que ya había considerado “apresurada” la forma en que invitó a Trump a México, “y la relación surgida de ese primer encuentro —había dicho, anteriormente, a Ciro Gómez Leyva— es lo que ha permitido que el día de hoy, siendo el presidente de los Estados Unidos, tenga el gobierno de México una relación, yo creo, de respeto; una relación que busca ser constructiva, que busca tener cooperación en los temas que son parte de la agenda común y creo que queda este saldo positivo…(sic)”.

A este mismo periodista, acerca del famoso “Paso Express” y sobre Gerardo Ruiz Esparza había asegurado: “No cabe el linchamiento cuando no tiene sustento”. Aunque, explicó: “Si ese funcionario, a la luz de una investigación, tiene responsabilidad, que asuma las consecuencias, ese y otros…”.

Entre sus aciertos, menciona como el más importante el conjunto de las “catorce reformas estructurales” que, desde su visión, “es el legado más importante”.

Actualmente, mientras favorece la transición, es percibido como ausente y disminuido.

Con estas pocas pinceladas del autorretrato —inacabado, por supuesto—, Peña Nieto deja lecciones importantes para cualquier gobierno, menos para el suyo porque ya no tiene tiempo.

Queda de manifiesto que no explicó o lo hizo mal; parece haberse preocupado de alguna manera por la percepción y no queda claro en qué medida lo hizo por realidades que agravian y escandalizan; presenta argumentaciones débiles y dispersas en relación con asuntos vitales como seguridad y corrupción; reconoce insuficiencias y se refiere a errores, aunque no los señala específicamente; trata de justificar decisiones polémicas y asume costos de colaboradores cuestionables, lo cual genera aun más suspicacias. En fin, lo que prevalece es una imagen deteriorada de su actuación y de la administración que encabeza. Esto, también, eclipsa los aciertos y avances en varios rubros.

Sin embargo, como hemos visto, tanto su lectura de la realidad como buena parte de los resultados —muchos de ellos inaceptables e indefendibles—, lo sitúan ahora en un escenario de contradicciones, rechazo e impopularidad. En el despeñadero.

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