Cuatro millones de libros vendidos en treinta y tres países, una serie para televisión con incontables seguidores, una empresa de consultoría que no alcanza a satisfacer su demanda: Marie Kondo, una diminuta mujer nacida en Tokio en 1984, está logrando que todo el mundo, desde altos ejecutivos hasta estudiantes, pongan orden en sus bodegas, habitaciones, cocinas y negocios. 
Kondo es un fenómeno. El éxito de su libro, titulado en español La magia del orden, la convirtió en una de las cien personas más influyentes del mundo, según la revista Time.

¿La contribución de Kondo al mundo? Limpieza y orden. Nuestras bisabuelas estarían fascinadas con ella, porque la joven asiática comenzó a interesarse a los cinco años de edad en la decoración de interiores. La chiquilla estaba más interesada en las revistas de su madre que en sus muñecas. En la secundaria pasaba horas acomodando sus estanterías para disminuir la presión emocional de los exámenes y tras vivir un momento de epifanía, un estado de conciencia sobre el orden perfecto, creó un método, el KonMari, que conjunta filosofía asiática, feng shui y coaching de vida.

Cuando mi marido estudiaba en el Tecnológico de Massachusetts, vivíamos en ese campus. Yo pasaba por las oficinas de los genios y lo que veía era escritorios rebosantes de libros apilados sin orden aparente. Papeles sueltos junto a una hamburguesa a medio comer, en un rincón dos latas de refresco vacías desde la semana pasada, anaqueles rebosantes de cosas que cualquier ama de casa tiraría a la basura.

Así son a veces las mesas de trabajo de los artistas plásticos, poetas, compositores de música, guionistas de cine y gente creativa. Conozco sus madrigueras: muebles y objetos relatan una vida llena de sobresaltos, como si sus dueños preservaran cosas inútiles llevados por un apego enfermizo.

Quizá el desorden sea un estímulo para los investigadores. Tal vez un escritorio limpio trasmita este mensaje a la mente de su dueño: “Todo está bien, hemos concluido el trabajo, vete a descansar”. En cambio, es posible que el estudio con pilas de papeles sea un acicate para el científico, recordándole que todavía hay mucho por hacer en la investigación que lleva a cabo; y que hay cosas más urgentes que dedicar tiempo a acomodar y tirar. Por otra parte, los objetos ya están en cierto “orden”: quienes tienen una memoria privilegiada recuerdan perfectamente dónde está cada cosa dentro de ese caos aparente.

Hay un desorden que produce un gozo especial. Baldomero Fernández Moreno, poeta de Buenos Aires, escribió: “Ved en sombras el cuarto, y en el lecho / desnudos, sonrosados, rozagantes, / el nudo vivo de los dos amantes / boca con boca y pecho contra pecho. / Se hace más apretado el nudo estrecho, / bailotean los dedos delirantes, / suspéndese el aliento unos instantes... / y he aquí el nudo sexual deshecho. / Un desorden de sábanas y almohadas, / dos pálidas cabezas despeinadas, una suelta palabra indiferente”.

Que la imaginación de usted termine la escena.

Ya que estamos hablando de momentos en que la gracia se convierte en luz que ilumina a los seres humanos, viene a la mente el poema “Teoría de conjuntos” del uruguayo Mario Benedetti: “Cada cuerpo tiene / su armonía y / su desarmonía. En algunos casos / la suma de armonías / puede ser casi / empalagosa. / En otros / el conjunto / de desarmonías / produce algo mejor / que la belleza”.

Es difícil pensar en algo mejor que la belleza. Quizá la unión entre pueblos.

En sus “Cien sonetos de amor”, Pablo Neruda incluyó este soneto: “Radiantes días / balanceados por el agua marina, / concentrados como el interior de una piedra amarilla / cuyo esplendor de miel no derribó el desorden: / preservó su pureza de rectángulo. // Crepita, sí, la hora como fuego o abejas / y es verde la tarea de sumergirse en hojas, / hasta que hacia la altura es el follaje / un mundo centelleante que se apaga y susurra. // Sed del fuego, abrasadora multitud del estío / que construye un Edén con unas cuantas hojas, / porque la tierra de rostro oscuro no quiere sufrimientos // sino frescura o fuego, agua o pan para todos, / y nada debería dividir a los hombres / sino el sol o la noche, la luna o las espigas”.

Solo la luz o la oscuridad de los astros deberían dividirnos. Quizá Marie Kondo no busque otro propósito que devolver al mundo la armonía y la belleza que tiene una vida sin sufrimientos.

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