En las últimas semanas tuvieron lugar protestas en la plaza de Rabin de Tel Aviv, el parque berlinés Tierpark y la Explanada de los Ministerios de Brasilia, en las que participaron miles de personas desempleadas, trabajadores independientes, empresarios y dueños de comercios, contra la gestión gubernamental del coronavirus. Aunque se trata de países disímbolos en cuanto a su cultura, desarrollo económico y niveles de democracia, tienen en común que la ciudadanía experimenta un alto grado de desamparo, incertidumbre y desolación generalizada, frente a la impotencia de ver que sus gobiernos son incapaces de protegerla de una pandemia que las arroja a la precariedad de la vida.

En este momento, en el que es imposible caminar por los senderos conocidos, viajar o asomarse al umbral de una puerta sin preocuparse por el temor al contagio y sus terribles consecuencias, la gran épica del Estado protector de sus ciudadanos se llenó de agujeros manifestando su incapacidad para otorgar bienestar y seguridad. Ante nosotros apareció el espanto de la maquinación moderna en la que se alberga una enfermedad masiva y letal, capaz de arrebatarnos la vida en cualquier instante.

Modelos económicos y científico-tecnológicos encaminados a expoliar el medio ambiente y el espacio social y cultural, se encargan de alimentar un arsenal de males locales y globales, cuyas prácticas corren a la par de proyectos políticos amparados en una narrativa en la que aquellos que no están de acuerdo con el ideal absoluto, son ignorados, forzados o intimidados a conformarse sin que por ello se considere que existe una violación a los principios democráticos. Experiencia que va minando el ámbito colectivo hasta el límite de lo insoportable.

Asistimos a un tiempo de preocupación paranoica y vulnerabilidad desesperanzada donde las personas desconfían de las respuestas generadas por las instancias gubernamentales, impera una sensación de impotencia y la percepción de que nuestros representantes fueron rebasados por la crisis. Frente a esta situación, ¿qué hacer? ¿La ciudadanía tiene capacidad para reapropiarse de las enseñanzas del pasado y crear formas nuevas para salir de esta dificultad? ¿Cuál tendría que ser la respuesta gubernamental?

Cuando una comunidad enfrenta el desamparo y la incertidumbre, necesita pensar en una sociedad de diálogo y no de autoridad. Un diálogo abierto y en constante evolución. Apostar por la construcción de un lenguaje común y una comprensión mutua donde todos y cada una seamos sujetos de igualdad de derechos y tengamos acceso a la justicia. De atenernos a nuevos criterios para evaluar los sistemas políticos existentes a los que se incorpore la visión de los excluidos y así ser capaces de leer los grandes fallos de la democracia, de modo que podamos generar un compromiso político, en el sentido más ético del término, de interrogar, comprender y participar en las soluciones del presente.

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