Hace más de un siglo, el destacado economista austro-estadounidense Joseph Alois Schumpeter, afirmó que el significado de la democracia representativa se reducía a un método de competencia electoral para formar gobierno, sostenido sobre un régimen oligárquico electoral en el que la participación ciudadana se cristaliza en el acto de votar. Se trata de una definición que reduce las expectativas y participación de la ciudadanía a ejercer su derecho al sufragio como única vía para influir en los resultados del gobierno democrático. Por su parte, los políticos se comportan como negociantes para quienes el interés central es arribar al poder para utilizarlo en favor de sus propios intereses.

En tiempos de campaña electoral, la mayoría de los actores políticos no dudan en traicionar principios ideológicos a cambio de alcanzar posiciones de representación popular. Saltan de un partido a otro, negocian cargos de elección según el número de seguidores, crean espectáculos para atrapar la atención de la población votante. El vínculo que establecen con la ciudadanía poco tiene que ver con la lucha por formar un gobierno incluyente e igualitario. El ciudadano es tratado como un actor pasivo, que responde a instintos gregarios, carente de identidad y susceptible de reaccionar a estímulos de propaganda política.

La compra de votantes se desenvuelve de manera equivalente a la experiencia de los empresarios que venden sus productos a una clientela orientada por la publicidad para elevar el consumo y la obtención de mayores ganancias. Incluso, en algunos casos, ciertos partidos cuando identifican poblaciones con preferencias políticas opuestas, crean mecanismos en los que hacen coexistir el racismo y el clasismo con discursos de divulgación política para descalificar y convertir a ciudadanos de pleno derecho en personas indignas de proyectos legítimos por el color de su piel o por el estrato socioeconómico al que pertenecen.

En este escenario, el votante queda reducido a una posición aún más fragilizada que la ocupada por un consumidor, no solo por la calidad del producto que adquiere a través de su voto sino por la imposibilidad de contar con información o para acceder a una vía para reclamar sobre la eficacia, capacidad y honestidad del gobierno elegido. El elector es visto como un ente que responde a sus impulsos, que actúa con instinto de rebaño y susceptible de manipulación mediática. Por ello, todo el tiempo resuenan las teorías del complot dirigidas a prefigurar la expectativa de que, tras la opacidad existe un poder capaz de organizar racionalmente al mundo político y económico de manera real.

El juego democrático actual enmarca la lucha oligárquica en la que participan solamente unos cuantos. En este proceso, dirán algunos, la “plebe” se comporta irracionalmente ante las decisiones políticas, le gusta ser dirigida y adora a los líderes carismáticos autoritarios. Mientras que para otros el ejercicio ciudadano del pueblo constituye la posibilidad de renovar el espacio público plural y el terreno democrático.

Google News