Cuando era chamaco escuchaba hablar sobre el fin del mundo, como un mal presagio de que en algún momento todo, absolutamente todo sería destruido: Solía pensarlo, pero la dinámica de la vida cotidiana me hacía dejar a un lado el tema con toda lo que acompaña y volver a la normalidad, aquella que ya dejó de ser.

Sin embargo, al paso de un puñado de décadas y sin profundizar en ese contexto en el que la humanidad está situada hoy día, he llegado a la simple pero cruda conclusión que el fin del mundo es absoluta y totalmente cotidiano, se presenta de manera estrictamente individual en el momento que las personas mueren.

A pesar de lo poco o mucho que se ha escrito alrededor de lo que sigue después de la muerte y más allá de lo que cada individuo considere por su religión o creencias, la realidad es que las personas dejan o dejaremos de estar, respirar y expresar a partir de ese momento. Los seres más cercanos viven un periodo de dolor con la partida del ser querido, su ausencia es más explícita y palpable, casi se toca en el silencio, en la inmovilidad de sus cosas personales y de todo aquello que día tras día establecía un vínculo, una comunicación, una expresión, su voz, su risa y en especial la  personal manifestación de su amor hacia nosotros. Ocurre que ya solo podemos verlos en fotografías y videos que en su mayoría registraron algún momento familiar destacable, como un cumpleaños, una boda o cualquier celebración digna de recordarse.

Con los amigos hay otra circunstancia que considero adquiere también valor por la libertad de haberlos elegido como tales; su ausencia nos regala la oportunidad de recordar su lealtad, su complicidad y por supuesto el valor de su amistad.

Pero qué sucede entonces con todo lo suyo, lo que fueron para su familia o para su comunidad. Pienso en las personas que tan solo mueren, apenas cobijados por las lágrimas de los suyos. ¿Dónde podremos poner a salvo su memoria y su legado si fueron gente buena? Aunque todos nacemos con cualidades y defectos, somos seres únicos e irrepetibles que corremos finalmente el riesgo de morir otra vez en el olvido. Pensar en el fin del mundo no es un tema que nos preocupe la gran mayoría de tiempo en el transcurso de nuestra vida, por ello jamás lo platicamos en una reunión familiar recurrente ni lo ponemos en ninguna perspectiva, sino hasta que la propia edad nos invita a considerarlo con una dosis de elemental sentido común, mucho menos solemos hablar de lo que ocurre tiempo después de partir. La vida es tan intensa y maravillosa, que no logro entender la dimensión de su propia fragilidad.

Una humilde respuesta a la pregunta se encuentra por supuesto en lo que cada quien crea en la intimidad de su espíritu; creo también que hay elementos que mantienen en la memoria de los vivos a quienes mueren: el amor, lo que hacen en la vida y en especial la gratitud que les conservamos, esta última es una fuente permanente de energía para alimentar, fortalecer y trascender un recuerdo tanto para  nosotros como para otros que sabrán de su vida tiempo después. En fin, al concluir estas líneas quien escribe y quien las lee, regresemos mejor a lo cotidiano y disfrutemos de todo aquello que nos permita aún sonreír en el mundo que sigue por fortuna girando e incluye a este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

Dedicada a Luis Pietra Santa.
@GerardoProal

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