Hay algún momento del día, de estos ya muchos que llevamos en confinamiento, especialmente cuando llega el ocaso y aún no oscurece del todo, que se percibe el silencio de la naturaleza dentro de la ciudad. Las aves dejan de volar y de hacer hacer los sonidos propios de sus diversas especies. De igual manera se reducen los ladridos de los perros y, por la relativa disminución del tránsito de vehículos y gente, se nos obsequian unos minutos con la oportunidad de reflexionar y embarcarse en en algunos recuerdos no tan distantes.

Se hacen presentes aquellas reuniones de familia, con el maravilloso exceso de los abrazos y besos que fortalecen los vínculos que se construyen cotidianamente con la pareja, hijos y nietos. En la mente suena el eco del barullo de esas convivencias con nuestros familiares y amigos, en las que se comparten  alegrías y  logros, así como tristezas y pérdidas, aunque siempre en ellas habremos de cosechar más risas que llantos. Se añora el contacto físico, propio de nuestra naturaleza humana, el mismo que hoy no sabemos por cuánto tiempo será contenido y guardado en el cajón de las buenas tentaciones.

Todo esos novedosos recuerdos, como en esta fotografía, comienzan a dibujarse en hogares a una distancia que parece larga y lejana ante la imposibilidad de hacerlos libremente realidad en el aquí y el ahora. Tal vez por ello me imagino que en este momento del ocaso del día, miro una playa de sol y arena, que en mi nostalgia se viste de roca y nieve en esta primavera de 2020, de la única que tenemos la certeza de estar por concluir el próximo mes de junio, en este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

Twitter: @GerardoProal

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