Es poco lo que recuerdo de la escuela primaria pero es suficiente para saber que nos puede marcar de por vida, para bien y para mal.

 De lo poco que quedó en mi memoria está “El Ocho”, chamaco cachetón que vendía bolillos en la panadería de su papá, aplicado, pero algo lerdo para aprender groserías y cuentos “picantes” de Pepito. 

 Otro niño, de cuyo nombre no logro rescatar de la memoria, recuerdo que tenía las rodillas chuecas pero eso no le impedía jugar fútbol como Maradona y correr como demonio de Tasmania. 

El “rodillas chuecas” seguramente terminó desgastando sus mejores jugadas en un campo polvoriento de una colonia pobre de la ciudad de México y trabajando en un taller mecánico, pero tenía todo para ser un Cuauhtémoc Blanco, incluso tenía la misma jorobita. 

Pero nadie como el profesor de matemáticas, al que llamaremos “El Güero” para efectos de esta columna. Era un hombre mayor, de prominente panza, movimientos amaneradas y voz de señora. 

Ese hombre permanece en mis recuerdos cual mártir, porque a él se debe que haya dejado de tener piojos en la cabeza y el haberme grabado en los surcos del cerebro las tablas de multiplicar. 

Cada mañana, “El Güero” te recibía en el salón de clases con una regla en la mano, te espulgaba la cabeza y te preguntaba una tabla de multiplicar. 

En ese retén tipo policía federal, si encontraba una sola liendre o piojo recibías un reglazo en la punta de los dedos y la advertencia de que para el siguiente día iban a ser dos golpes en las manos. 

Con la tabla de multiplicar era lo mismo, había que adivinar una tabla de multiplicar y si fallabas era un castigo y si te iba bien lo recibías en las nalgas. 

No se asombre, sensato lector, que en las escuelas públicas y privadas de México, de Amealco y del mundo, hay, hubo y habrá niños con piojos. 

Habrá quien diga, con orgullo, que no ha conocido piojo alguno, pero la mayoría fue iniciado en el arte de tener piojos e incluso se llegaron a organizar torneos para ver quién tenía los más gordos, los más negros y los más saludables. 

Lo mismo sucede cuando los adolescentes aprenden a lanzar escupitajos más lejos o a ir al baño y ver quien alcanza más distancia. Son cosas de chamacos y también se aprende eso en la escuela. 

Recuerdo también a una maestra de español que nos llamaba huaches, que significa niño, y a la maestra de sociales, el primer el amor de mi vida y me hubiera casado con ella de no ser porque me llevaba 20 años, me sacaba dos metros de altura y yo me dedicaba en ese entonces, de cuerpo y alma, a sorberme los mocos. 

Pero no todo fueron buenos recuerdos, están también esas maquetas sobre la expropiación petrolera y las pirámides con palitos de paleta que siempre se desbarataban, sobre todo porque el engrudo no es precisamente el pegamento más resistente. 

Aprovecho para decirle a todos los maestros de primaria que esas maquetas sobre el sistema solar, armados con pequeñas bolas de unicel sólo sirven para dos cosas: para poner a trabajar a las mamás a media noche y para arrojarlas a la basura. 

En la escuela se aprenden cosas que son inútiles para la vida y sino me cree, pregúntese en un acto de honestidad, ¿para qué sirve armar maquetas con granjas de animales o un esquema de la células vegetales? 

Pero también es verdad que sólo en la escuela primaria se aprenden cosas que nunca se olvidarán, como las clases del profe “Güero” y su método de enseñanza de las matemáticas y sistema contra los piojos, tan radical pero efectivo a tal grado que puedo decir que aprendí bien la lección. Desde entonces no tuve más piojos en la cabeza y de las tablas de multiplicar quedaron pegadas como stickers en mi memoria, de modo que cuando muera, mis últimas palabras serán: dos por dos son cuatro y agárrenme que ya me voy. FIN

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