Cuando hablamos de cultura, podemos darle dos acepciones principales, podríamos decir que una es de tipo normativo y otra de tipo sociológico. En el primer sentido, la cultura tendría que ser el compendio de nuestros mejores logros como humanidad, es decir, los que se refieren al arte, a las leyes que nos protegen, a las formas de sociabilidad que nos permiten una convivencia civilizada. En contraste, si ponemos el acento sociológico sobre la cultura, ésta resulta ser el conjunto de expresiones, valores y dinámicas que nos hacen ser lo que de hecho somos, como producto de una interacción entre las personas, las instituciones y los procesos de socialización. En este último sentido es que la cultura refleja simplemente lo que somos, aunque a veces no sea la cara más amable de nosotras y nosotros mismos.

En los últimos años, se ha empezado a emplear el término narcocultura para referir todas aquellas conductas y dinámicas personales y comunitarias que se han visto modificadas y que se han solidificado alrededor de las redes criminales de distribución de sustancias adictivas. Así, tenemos una proliferación de narrativas en el cine y la televisión que tienen como protagonistas a capos del narco, la existencia de ciertos rituales religiosos y comunitarios en los que se veneran a figuras criminales, pero también la modificación que todas y todos hemos hecho a nuestras rutinas diarias para incorporar la certeza de que el crimen organizado está allá afuera y frente a nuestras casas. Aunque podemos usar elementos de la así llamada narcocultura para explicar la manera en que este fenómeno nos afecta a todas y todos, lo cierto es que mal haríamos en glorificar la presencia de las mafias que nos han hecho componer corridos o escribir novelas de calidad innegable, pero que son ante todo una estrategia de sobrevivencia para enfrentar a la cruda realidad con la fuerza liberadora de la imaginación.

A raíz de la aprehensión –de nuevo– del Chapo Guzmán y el escándalo desatado por la entrevista que concedida a la publicación estadounidense Rolling Stone con la mediación de Kate del Castillo y Sean Penn, otra vez nos enfrentamos con la pregunta acerca del sentido profundo de la narcocultura. Si bien es cierto que ambos actores están en su derecho de ejercer un periodismo ciudadano, también es verdad que el ruido mediático alrededor del hecho se ha centrado más en la fama de quienes están implicados que en el fondo de la cuestión. Hay que decirlo con claridad: la entrevista en Rolling Stone es torpe y se trata más una crónica de los sufrimientos de una estrella de Hollywood en tierra de nadie, que de un intento por reconstruir críticamente y allegar información que nos permita comprender mejor –porque de eso se trata hacer periodismo– el significado del Chapo Guzmán en nuestra cultura política. Si no somos capaces de acercarnos críticamente a las figuras que la narcocultura ha glorificado, cualquier intento de periodismo será banal y contribuirá a la confusión.

Ahora bien, tampoco podemos esperar que una entrevista o el ejercicio periodístico de una sola persona nos lleve a comprender el momento en que nos encontramos respecto del narcotráfico. Pero no podemos seguirnos distrayendo con cuestiones banales ni detenernos a observar las vidas de estas personas como si fueran protagonistas de una telenovela de muy mala calidad. Ni Sean Penn en su labor periodística –ejercida en condiciones infinitamente mejores y más seguras que la mayoría de los periodistas mexicanos– ni los twits a través de los que Kate del Castillo convoca al Chapo Guzmán a salvar a México son relevantes, a menos que se produzcan en un espacio público donde hemos tomado en serio la discusión acerca de lo mucho que necesitamos restaurar la ley, proteger la seguridad de las personas y hacer justicia a quienes han sido tocados de la peor manera por las acciones del crimen organizado. Sin este contexto de discusión, banalizaremos cualquier acercamiento al fenómeno del narco, y dejaremos de lado la pregunta acerca de qué tipo de cultura digna queremos para centrarnos en celebrar acríticamente a la cultura del miedo y el odio que de hecho tenemos.

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