Escribo estas líneas, queridos lectores, mientras veo de reojo el debate entre los aspirantes a la candidatura presidencial del Partido Demócrata de los Estados Unidos. Mejor dicho, de los doce que libraron el umbral dispuesto por ese partido, porque hay que decir que todavía están formalmente en la contienda cuando menos siete más, lo cual nos da una idea del problema que enfrenta hoy la oposición estadounidense: están tan urgidos de sacar a Donald Trump de la Casa Blanca, que hay una veintena de aspirantes para reemplazarlo a poco más de un año de la elección.

El corte dictado por la cúpula partidista nos deja con una muy dispareja docena, en la que solamente tres registran arriba del 10% en las encuestas, seis superan los 10 millones de dólares recaudados de donantes individuales, y otros seis oscilan entre el 1 y el 2% de popularidad. Es, en términos futbolísticos, un poco como la Copa, en la que compiten entre sí equipos establecidos con aspirantes de otra división. Eso no quita la posibilidad de una sorpresa, pero indudablemente aumenta los riesgos para los punteros. Y los riesgos no son menores: de los tres punteros (Joe Biden, Elizabeth Warren y Bernie Sanders) hay uno —Biden— que probablemente irá perdiendo impulso por sus recientes problemas de salud, mientras que el exvicepresidente Biden no ha logrado articular una respuesta contundente a los intentos de Donald Trump por implicarlo en el escándalo del impeachment. Hasta el momento, el debilitamiento de Biden ha beneficiado a Warren, mientras que las simpatías por Sanders aun no merman.

De lo visto en el debate, parece claro que el resto de la manada no tiene del todo claro cómo posicionarse con miras a mantenerse vigentes en la contienda al tiempo que logran arrebatarle un puntito acá, otro allá a los punteros. Así, el tono oscila entre la condena universal a Trump y la exigencia de que se le someta a juicio político y se le destituya por un lado, y los ataques a sus compañeros de partido por el otro. Ni uno ni el otro discurso les suma mucho, porque en lo que a Trump respecta le están predicando al coro, y al atacarse entre sí, solo le facilitan la tarea al presidente y sus corifeos, que sostienen que los demócratas son todos unos “socialistas radicales”, obsesionados por arrebatarle la presidencia.

Paradójicamente, los demócratas tienen frente a sí un escenario que debería ser ideal: un presidente en la Casa Blanca bajo investigación, sujeto no solo al desgaste del proceso de un inminente juicio político sino a innumerables cuestionamientos éticos que en otros tiempos habrían bastado para terminar con su carrera política. Por otra parte, un amplio sector del electorado que está motivado por la idea de sacar a Trump de la Casa Blanca y que quiere, exige, un cambio de fondo en Washington. Tan motivados, que están dispuestos a competir y al hacerlo estarán atomizando el voto opositor, apoyando probablemente a los candidatos más radicales y dándole argumentos a los republicanos que ya se resignaron a que su única esperanza de conservar el poder reside en el hombre que los evisceró políticamente hablando hace apenas tres años.

Donald Trump ha logrado algo único: la campaña toda, la elección toda, giran en torno a él. Sus contrincantes lo detestan a tal grado que solo compiten por ver quién lo odia más, no por ser quien plantee alternativas viables para ganarle la elección. En un país en el que el presidente cuenta probablemente con menos del 40% del voto probable, los demócratas se están dividiendo y atacando entre sí con tal vigor que se arriesgan a facilitar la reelección de su peor enemigo.

Y ahí radica la gran paradoja: teniéndolo todo a su favor, la oposición no encuentra ni terreno común ni propuestas atractivas para el siempre elusivo votante centrista, sin el/la cual no tienen posibilidades de ganar.

Después de observar el triste ejercicio del debate entre los doce fantásticos, me temo que tendremos a Donald Trump para rato.

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