“Con qué torpeza se regresa a la vigilia después de un sueño muy largo. Se la pasa una tirando tazas, tropezando con gente, perdiendo aretes”. —Cristina Rivera Garza.

Busco una manera digna de “tirarme al piso”, de preferencia junto a un letrerito que diga: “out of order”. Se me ocurren espacios para tomar un taller intensivo de “caída”: diván, escritura, yoga, lucha libre. Nunca intenté las luchas libres, y debo reconocer que mis luchas han estado más bien llenas de ataduras. Quizá ha llegado el momento de subirme en un ring, y llorar porque una experta me aporrea contra las cuerdas y me aplica “la cavernaria”. Ese sería un llanto concretito, con todas las razones de ser: no hay demasiado qué explicar, “la cavernaria” duele. A mi contendienta en el ring podría darle una mordida y enterrarle las uñas. No puedo enterrarle los dientes a la vida, aunque ella me los entierre a mí. He allí la inequidad por excelencia.

Cuando la vida adopta el estilo de una luchadora ruda, lo que una puede hacer es refugiarse en el estilo de la luchadora técnica. Primera lección: hay realidades imposibles de cambiar, y la única manera de habitarlas es la humildad. Para acceder a la humildad hay que transitar el dolor por el otro, y por una misma, el miedo, la ira, la impotencia, la sorpresa,y esa soberbia que nos hizo suponer que caminábamos por el lado soleado de la banqueta. Hasta con la esperanza tiene una que arañarse para beber humildades.

Por momentos me siento como una jaguara con una flecha atravesada en el costado, se llama dolor, se llama furia ante las leyes de la vida. Quisiera llorar en decibeles que agrieten las orejas de la cabeza Olmeca. ¿Cómo se atreve a permanecer inmutable, a traicionarme así, justo ella? Amanezco con esa inconfesable vergüenza ante mi fragilidad, ¿acaso siempre nos avergüenza y una no se da cuenta? ¿O hay fragilidades de calidades distintas? Ahora soy más niña que adulta, más hija que madre. Eso cambió. Miro a mi hermano mayor, como si él tuviera una pócima mágica, así nada más, es el mayor y en masculino. Para una feminista, estoy servida, ¿sigo pensando como personaje femenino de Mad men? ¿Si mi padre se fragiliza, yo me convierto en una “nebulosa”, como le daba por llamarme a mi primer marido? A estas bajuras de la vida, ¿qué tal? Terminar dándole razones a mi primer marido.

Comienzo por reconocer que este texto, como tantos otros actos, es una demanda de amor y de protección, y que la vergüenza ante el diluvio, puede ser otro de los rostros de la soberbia. No me interesa cohabitar con ella.

Soñé que saqueaban mi casa. Desaparecía toditito. Un amigo me sugería que colocara una puerta blindada. Yo miraba las paredes y extrañaba mis cuadros, miraba, sobre todo, el espacio vacío de una pintura que nunca tuve. Aprendizaje de la humildad: una extraña lo que anheló y nunca tuvo, las “promesas” imaginarias. Desaparecida mi colección de colguijes, y los colguijes que me regalaron mis padres, son objetos creados en metales distintos, digamos que hubo una “edad de oro” en los orígenes, y que yo elegí mis edades de plata.

Me pregunto mirando ese sueño que comenzó en el despojo, ¿qué se supone que tendría que blindar? En el sueño, abandoné mi casa, me dediqué a fabricar collares de plata, me encontré al Charolais (un bolerito de mi infancia en el parque Juárez), me dijo que me tenía reservada la esquina frente a la suya, para mis vendimias. Me sentí en paz, enriquecida de mi desposeimiento. Miré mi tendedero en la banqueta, entre mis collares brilló una pulsera que me regaló mi padre. Una serpiente como de Cleopatra, bella, ruidosa, inutilizable. Es un fetiche casi sagrado, mi papá se llama Marco Antonio. Mi hermano mayor también. “Alguien me arrancó mis objetos, pero ahora —poco a poco— me los está regresando”, allí me desperté, como vuelta al revés.

Una luchadora técnica —si es psicoanalizada e intenta iniciarse en el budismo— tiene que aprender que no hay mayor desprotección que la necesidad de esconderse detrás de una puerta blindada, y que las mejores “llaves” son las que abren las puertas hacia la reconciliación y el resarcimiento. No le estaría de más entender principios de la alquimia: purificarse y aprender a mezclar los metales, las edades de oro y las edades —elegidas— de la plata.

Aprender que una tiene que mirar a los ojos de sus “objetos” introyectados, conversar con ellos, volver a nombrarlos, y que nadie te regresa tus “objetos” perdidos. Es menester ir por ellos. Y agradecerle a la vida lo que va apareciendo.

Maestra en Estudios de lo Femenino

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